Las paradas de un autobús, el mismo bus cuando me siento, son balcones
por donde miro al mundo…
Mi dulce
Adelita, ¿qué fue de ti? Ya no adornas este paisaje sin corazón, ya no veo tu
sonrisa distraída, ni el encaje de tus enaguas caer sobre tus piernas…
La prisa de la gran ciudad no te deja ver, sin embargo un atasco
sirve para que un bus se retrase y tú entretengas los ojos más allá de una
pantalla móvil y pasees por las cumbres
de un anciano y sus campos arados vertidos en un rostro.
Son
niños con piel marchita, racimos de uva sabia, poesía en versos asimétricos.
Necesitan oír sus voces, palpar que están vivos y son útiles aunque sea para
indicarte cuál es la siguiente parada. Sus ojillos son los de un gato asustado en
medio de un asfalto. También hay ojillos huraños que hablan solos y sus gestos son
egoístas y maleducados pero que, según los miras, un halo de ternura crece en
los tuyos.
Adelita,
mi dulce y tierna Adelita, ella era una mujer diminuta y piel muy blanca. Todos
los días la veía sentada en la parada del autobús enseñando tímidamente sus
delicadas enaguas de fino encaje. Miraba al público con una extraña sonrisa y
sus ojos malvas hablaban y hablaban contándote toda una vida; nunca he palpado
tanta soledad.
La última vez que la vi fue un domingo de invierno, el sol aún
guardaba su resplandor de membrillo cayendo sobre Adelita e iluminando su alma
mientras sus enaguas finas desplegaban su encanto más femenino…
Muchas veces paso y me molesta ver a otras gentes ocupando su espacio,
hueco que me gustaría ver con flores de terciopelo malva.
1 comentario:
Hay lugares que deberían quedar vacíos para siempre, respetando la ausencia de quien se ganó el derecho a ocuparlos por su constancia.
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