Ayer me vi. Me vi rodeada de grandes de la literatura, al lado de un
compendio de arte sacro vallisoletano. Me vi chiquitita, humilde y orgullosa,
estirándome para que se viera mi figura de doscientas treinta y dos hojas en
una maraña de escaparate donde brillaban con luz propia y merecida libros de
ensayo, novela negra, arte y cuentos infantiles. Yo, a pesar de estar en
primera fila, había que mirarme dos veces para encontrarme. Y me encontré, y en
ese momento me reconvertí a madre mirando con dulzura, esa ternura infinita que
emana cualquier madre cuando se mira al espejo de su hijo que de tanto mirarle,
le desgasta su pose juvenil y sus futuros por crear. Quise abrazar a ese hijo
de apenas quince días para darle calor y confianza, para protegerle de
cualquier tempestad.
Fui madre más que nunca, esa madre generosa que da hasta lo que no tiene
por amamantar a su retoño, enseñándole que vivir es una fortuna, es un viaje,
es una lágrima, es un instante.
Fui madre primeriza, esa que experimenta sensaciones acorraladas de temores,
pero orgullosa por su causa, por ese hijo de noches de insomnio, de hacer y
deshacer, de sentirle hasta darle identidad propia, dándole alas para volar,
inculcándole valores para sobrevivir en bosques ciegos y lobos esteparios, para
dar luz y calor a aquel que su soledad es más grande que su persona. Para ofrecer
compañía en días que se torcieron, para dar sin esperar recibir nada a cambio
y, si recibe, que sean otros ojos que lean con aliento las letras que dibujé
como esos libros que van de mano en mano en el asiento de un autobús que,
cuando los leen, los vuelven a dejar en el mismo lugar donde los encontraron
para que otras manos les incauten y una cabeza se embelese con su historia.
Fui madre al acariciarle con ojos emocionados, al decirle sin decir que
siempre estaría a su lado, al aconsejarle que emergiera con humildad, con la
dignidad de saberse quién es y a donde quiere ir, que no tema afrentas pues
estas le harán más humano aunque sea hojas de papel del color de un otoño
tierno.
Fui madre al despedirme de él dejándole solo a su libre albedrío bajo unos
focos que iluminaban su alma literaria, acompañado de otros personaje que como
él esperaban su momento, el instante que un lector le comprara y se fuera a un
hogar donde le darían el amor de unos ojos con mente inquisitiva que
diseccionara cada borde y entrelinea de su historia.
Me fui como una madre cuando deja a su hijo recorrer su vida solo, feliz y
deseando encontrar su lugar. Anhelando como madre volver a aquel escaparate y
encontrar su hueco vacio… Eso significaría que su hijo había alzado el vuelo.
3 comentarios:
:)
Me alegro muchísimo por ti.
Besos.
Hermosa metáfora...
Ehhh felicidades!!!
Ahí estás!
: )
Un beso grande.
Me ha llegado al alma, tus palabras sabes como situarlas una detrás de otra y el resultado es que llegan a lo mas profundo.
Tu eres grande como persona, sensible, das amor, ternura.
Realmente la vida es un milagro, una fortuna, una lágrima o un valle de lagrimas, tempestades, vientos de este y del oeste que nos desubican, pero llegan momentos de felicidad que borran las amarguras.
Ese libro, tu hijo preciado va a tener una vida muy acompañado,muchos ojos pasaran muchas horas mirándolo, disfrutándolo, saboreándolo y dándoles un respiro en los malos momentos, haciendoles olvidar los problemas que revuelven sus metes.
Gracias por estar y por escribir como lo haces.
Te admiro
Un abrazo
Maite
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