La noche no oscurece aunque el cielo se tiña de negro, para eso está la
mano del hombre que no siempre destruye y crea luz propia donde no la hay.
Soportales y plaza castellana, sobriedad y textura, refugio de noches que
borran soledad y silencio. Hace frio pero no impide. Grupos de gente, familias
con carrito, regueros de voces, tertulias callejeras con ecos de sonrisa,
encuentros inesperados. Todos varados aunque el frio no abrigue. De lejos, una
corneta, un desgarro. De cerca, un tambor y miradas que giran buscando lo que
esperan.
La estética vallisoletana va ganando enteros por ese casco anciano
mantenido y destruido, depende el momento. Belleza de tradición va avanzando con
los tiempos sin dejar esencias de clamor a duelo, y Gregorio Hernández, Juan de
Juni y muchos más, son mecidos en noches de pasión al son de una marcha, a la
sal justa y al sol nocturno.
El ruido enmudece, el frio se acalla y Valladolid observa extasiado de lo
suyo.
Pasa un Cristo mecido por capirotes rojos y pies a un mismo ritmo: izquierda,
derecha y sobriedad compuesta de mimo y ternura. Una humareda dulzona nos
adormece mientras los ojos se derriten en luces de cirio, y el olfato aspira
aromas de tiempo limitado. Y llega una música de tintes dramáticos que envuelve
a ese hermoso crucificado.
Avanzan pies porteadores, se deslizan en un leve murmullo acompasado y mis
ojos les siguen hasta el último par. Entonces esos ojos míos se quedan
troncados en ese par solitario que cierra una procesión. Son dos pies que
arrastran angustias. Tal vez quisieran caminar de otra manera pero algo se lo
impide. Ayer fueron truhanees. Hoy penitentes. Dos zapatos que brillan en
limpieza y que arropan a dos pies doloridos. Mis ojos hace rato que se
convirtieron en cámara barriendo una imagen descompuesta por un pasado
borrascoso. No hay más que mirar a ese hombre que desconozco para intuir dolor
y penitencia.
Me cuentan, me dicen en susurros, que ese hombre que mis ojos notan
terminado, en sus tiempos fue vicio y escarnio hacia otros. Sin embargo, le
presiento redimiéndose detrás de un Cristo, un hombre desgastado de atuendo
pulcro como oscuro, se arrastra con un rosario blanco y una mirada clavada en
la cruz; pienso que es un ladrón, uno de aquellos dos que fueron al calvario.
No sé si es fervor lo que transmite para otros, yo siento que evoca
arrepentimiento, clavando al final de su camino una estaca que dirima tanta
tropelía mundana.
Acaba el rosario de sombras silentes, cirios encendidos, música que
desgarra, y con ellos ese hombre racheando sus pasos detrás del Cristo del
perdón. En sus manos, colgado el alivio de sus rezos en plegaria para no caerse
allí mismo de vergüenza y arrepentimiento.
Y la noche se apaga, las calles barridas. No hay fantasmas, sino luces tenues
y el eco de un tambor en la lejanía. No siento frio, tampoco soledad. Siento pena
por el ladrón que acompañaba a Cristo.
1 comentario:
Los fantasmas siempre me dieron de miedo. ¿Los hay en Semana Santa? Mejor me quedaré en casa.
Besos de Reina
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