Da igual en qué parte del mundo estés, el mar, la playa, las sombrillas…,
poseen un lenguaje común que es el discurrir sencillo del oleaje, el griterío infantil,
la sonrisa afable, la luz en el rostro humano.
Siempre se dice que las comparaciones son odiosas y es cierto dado que, si
comparas, estás anulando la idiosincrasia de una persona, de un lugar. Cada ser
humano, cada rincón del planeta posee su propia identidad. La riqueza,
entonces, la encontramos en adaptarte a ella, contemplarla y descubrir su
belleza, su personalidad intransferible.
La costa amalfitana huele a limón y su azul se pega con sosiego a las
paredes del alma. Tu corazón comienza a latir con el bamboleo de unas aguas
tibias, tan suaves que tu ánimo se mece en ellas mientras los sentidos gatean
por su costa encrespada y afilada. De arriba abajo te vas dejando resbalar
hasta llegar a minúsculas calas, a playas chiquitas de piedrecillas sobadas con
tanto oleaje que, según las tocas sientes el devenir de aquella infancia que
dejaste atrás…
Estaba tumbada al borde del agua, medio flotando mi cuerpo entre el cielo y
la tierra cuando, de pronto, mis ojos se volvieron a la arena de piedra. Minúsculas
chinitas resplandecían a mí alrededor. Me incorporé para fijar mejor la
atención pensando que bien podrían ser esmeraldas. Entonces, mi ánimo de adulto
se evaporó y me vestí de niña. Ya solo existía para mí aquellas piedrecillas
esmeraldas que el oleaje arrastraba hasta mis manos. Cuál sería mi sorpresa
que, estando en plena concentración sobre el botín que recaba en la palma de mi
mano, escuche una voz melodiosa que me hablaba en italiano. Volví la cara y me
encontré con una niña de tez, pelo y ojos, oscuros que me hablaba en italiano y
me tendía más esmeraldas para mi afanado botín. La hablaba en español y ella en
italiano. Iba y venía con la sonrisa prendida en su niñez, y la luz de la
inocencia cosida en cada gesto suyo. Así estuvimos un buen rato entre sonrisas,
carcajadas y baños en las que ambas nos sumergíamos en aquellas aguas turquesas
apretando las palmas de nuestras manos para que las esmeraldas no se escaparan
de los sueños de dos niñas. Después, mi parlanchina amiga de juegos se fue a la
orilla para regresar con una botella pequeña que me tendió para que yo guardara
mis trofeos verdosos. A continuación, me llenó la botella de mar, la cerró y me
tendió la luz de su boquita desdentada y la botella. La di un beso de sal en su
rostro de chocolate en almibar y le dije “¡Arrivederci, bambina!”… Me perdí
entre las rocas gateando hasta el cielo, no sin antes volver la vista hasta el
mar y ver como mi infancia se quedaba flotando en aquellas aguas.
1 comentario:
Precioso relato.
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