martes, agosto 04, 2015

DOLCE EQUAZIONE: TRES... AMORE AMERICANO


                         
Hay rincones que representan el icono de una época que, según los envuelves con tu mirada, reconoces una película, una novela. La diferencia ahora está en que según caminas por aquellos lugares, tú ya formas parte del escenario por ese halo magnético y envolvente que poseen y que traspasan tus sentidos…
La primera vez que sentí la costa Amalfitana fue al contemplar el rostro de mi amiga (ya desaparecida de la tierra, no de nuestras vidas). Sus gestos, sus facciones, se multiplicaban en un haz de luz, su risa se tornaba en incandescente, y su mirada en soñadora; entonces supe que aquel lugar tenía magia, una pócima especial para despertar a los sentidos.
Hace dos años fui en busca de sus huellas, aún chirriaba demasiado el dolor por su pérdida, pero la vida continúa y yo quería saber esa parte desconocida de mi amiga, coser un poco más su estampa a mi corazón, y allí la encontré flotando serena, desplegando sus alas sobre mí para que sintiera lo mismo que ella.
Este año he vuelto, la pena ha mutado a la nostalgia y mis sentidos han volado libres, a la par que los suyos aunque con cadencia propia, absorbiendo esencias desconocidas, mirando con los ojos de mi alma costumbres no acostumbradas en mí día a día.
Los españoles no somos románticos, o no lo somos al estilo de ciertos países y, cuando ves como se comportan en ciertas circunstancias, te sorprendes. A veces piensas en lo cursis que pueden llegar a ser y, otras, les observas con ternura, condescendencia e incluso envidia por ser capaces de llevar a sus últimas consecuencias ese supuesto romanticismo.
En el hotel que nos hospedamos, que es ya como nuestra casa, posee muchos encantos. Entre ellos está una terraza volada sobre la roca que además de regalarte la sensación de estar tocando el cielo mientras te zambulles en el mar, posee unas espectaculares vistas del pueblo.
Pues bien, estaba yo sumergida en una sabrosa lectura que a veces relegaba para saborear el azul, o cerraba los ojos para que el sol tostara cualquier mal pensamiento, cuando se acercó Gianni, el encargado del beach, para decirme que debía recoger mis trastos pues a la siete había una boda. Le miré sin comprender, pero obedecí mientras asimilaba lo que me había dicho. Cuando reaccioné, de mi boca surgió una batería de preguntas “¿Quién se casa?” Era la pregunta resumen de todas las que le había hecho “Una coppia in amore americano, giovane e bello. Ci sono ospiti” A las siete menos cuarto allí estaba yo en un rincón con la cámara en ristre para inmortalizar el momento. Primero apareció un hombre fornido, alto y de pelo canoso. Iba acompañado de una mujer que le ayudó a ponerse una especie de toga, similar a la de los abogados, y un babero plisado blanco a modo de alzacuellos. Desplegaron una alfombra tan azul como el mar. A los pocos minutos apareció una muchacha desgarbada, vestida de riguroso luto con un violín. Al rato, apareció un chico alto, delgado, joven, vestido con traje oscuro y corbata, con una sonrisa que se le escapaba del cuerpo. Apretó las manos bien fuerte al hombre de la toga y, después, se puso a mirar al horizonte. Estaba imbuido en aquella línea recta y precisa mientras las lágrimas rozaban su camisa.
Y mientras tragaba aquella imagen conmovedora, empezó a sonar el violín. Tonos cadenciosos, tenues, para que ningún sonido se escapara a los sentidos. De las escaleras surgió una risa nerviosa; me volví y allí estaba la novia, de rigurosa etiqueta para la ocasión. Era bellísima, muy joven, rubia, recogido el pelo en un moño deshecho que lo acariciaba un velo corto. El traje era espectacular, de encaje en color marfil, sexy, sugerente y sensual. Se acercó al novio mientras el último rayo de sol antes de esconderse tras la montaña sellaba un beso largo, de amor sincero, sin recovecos; mis dedos dejaron de disparar a la cámara, no podía, estaba emborrachada por aquel romanticismo inusual.
La ceremonia duró como media hora. A veces sonaba el violín, otras hablaba largamente el hombre de la toga mientras los novios no dejaban de mirarse, como si quisieran tatuar aquellos momentos, aquellas sensaciones.
Cuando terminó la ceremonia, los novios, que no tenían ningún invitado, cogieron dos copas de champan y se fueron al centro de aquella terraza que a mí se me antojaba una nube. Ella apoyó la cabeza en el hombro del muchacho y sus miradas se perdieron en aquel horizonte lineal y transparente.

Dejé de mirarlos, ese momento era sólo para ellos.

1 comentario:

pepa dijo...

Me encanta el relato. Me gustaría conocer Positano. Sasbrías de algún hotel allí. Te estaría enormemente agradecida. Me dicen que las playas son de pago. Muchas gracias por tu atención