Era una mañana primaveral deliciosamente orneada de sol y temperatura, así
que decidí adentrarme en el Campo Grande, el pulmón vallisoletano. En un recodo
de esos caminos que aparecen inesperadamente entre arbustos y pavos reales me
sorprendió un aroma que hizo que echara el freno a mis pies, y cerrara los
ojos. Un delicioso perfume a azahar hizo que me evaporara al parque maría Luisa
hasta que un griterío infantil me despertó del hechizo. El sol se colaba entre
las ramas dibujando luces de distinto calibre. Unas convertían en blanquecino
el aire, otras inflaban el color convirtiendo al verde en un abanico de
infinidad de verdinegros, esmeraldas y aceitunos, mientras un pato se cruzaba
en mi camino con la parsimonia de su paso menudo. Según avanzaba se iba
escuchando el chisporroteo del agua de alguna fuente y fue ahí donde me
encontré a Manuel.
Una plazoleta de escasas dimensiones con una fuentecilla a la que se
acercaban palomas a beber. Un par de bancos y árboles gigantescos dando cobijo
a la sombra, no más. En uno de los bancos estaba sentado un hombre. Me asusté
al chocar mis ojos con su perfil; era clavado al padre de una amiga. Me
pregunté “¿Qué hace Antonio aquí?”, mientras me acercaba con sigilo. Sus ojos
estaban fijos en alguna parte que no era ese parque. Ya vi que no era el padre
de mi amiga, palpé que, aunque estuviera delante de él, no me veía. Un impulso
hice que me sentara a su lado y soltara “un hola cantarín”. Mi voz despertó
alguna parte de aquel hombre desconocido haciendo girar su mirada a la mía “Me
he perdido”, me dijo con la angustia prendida en unos ojos a punto de estallar
en lluvia; después, volvió a girar su cabeza hasta el punto inicial donde
convive la nada con el miedo.
“¿Cómo te llamas?” Mi voz volvió a atacar a su silencio. Si mirarme, me
contesto “Manuel” “Pues Manuel, seguro que en algún bolsillo guardas tu
dirección ¿Me dejas que la busque?” No me dio tiempo pues comenzó a sonar una
suave melodía de uno de los bolsillos de la chaqueta de Manuel; él ni se
inmutó, yo creo que ni siquiera lo oía. Con la suavidad de un ladrón experto
introduje una de mis manos en aquel bolsillo sonoro y extraje un móvil en cuya
pantalla aparecía el nombre de Paquito. Apreté un botón y dije “¡Hola!” Una voz
asustada y nerviosa balbuceó “¿Quién eres, está ahí mi padre?” “Sí, tranquilo.
Estamos…” Le expliqué la orientación en donde nos podía encontrar y no habían
pasado diez minutos cuando apareció un hombre de no más de 40 años corriendo
como si no hubiera un mañana.
“Papá, eh, papá, venga regresa, menudo paseo te has dado. ¿No tienes
hambre?” La voz del tal Paquito era un vaso colmado de ternura y cariño
mientras sus ojos se clavaban en los míos en un mudo agradecimiento. Manuel
seguía en “Babia”, ese mundo de luz donde a veces no encuentras la puerta de
salida.
Paquito levantó a Manuel y caminando con el paso menudo de un pato les vi
alejarse. Yo seguí allí parada con los pies clavados al suelo mientras mi
corazón se diluía en un aprecio especial hacia un extraño, y mi cabeza se
perdía en la nada de tanto Manuel como hay por el mundo.
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