domingo, mayo 10, 2015

SORPRESA PRIMAVERAL

Era una mañana primaveral deliciosamente orneada de sol y temperatura, así que decidí adentrarme en el Campo Grande, el pulmón vallisoletano. En un recodo de esos caminos que aparecen inesperadamente entre arbustos y pavos reales me sorprendió un aroma que hizo que echara el freno a mis pies, y cerrara los ojos. Un delicioso perfume a azahar hizo que me evaporara al parque maría Luisa hasta que un griterío infantil me despertó del hechizo. El sol se colaba entre las ramas dibujando luces de distinto calibre. Unas convertían en blanquecino el aire, otras inflaban el color convirtiendo al verde en un abanico de infinidad de verdinegros, esmeraldas y aceitunos, mientras un pato se cruzaba en mi camino con la parsimonia de su paso menudo. Según avanzaba se iba escuchando el chisporroteo del agua de alguna fuente y fue ahí donde me encontré a Manuel.
Una plazoleta de escasas dimensiones con una fuentecilla a la que se acercaban palomas a beber. Un par de bancos y árboles gigantescos dando cobijo a la sombra, no más. En uno de los bancos estaba sentado un hombre. Me asusté al chocar mis ojos con su perfil; era clavado al padre de una amiga. Me pregunté “¿Qué hace Antonio aquí?”, mientras me acercaba con sigilo. Sus ojos estaban fijos en alguna parte que no era ese parque. Ya vi que no era el padre de mi amiga, palpé que, aunque estuviera delante de él, no me veía. Un impulso hice que me sentara a su lado y soltara “un hola cantarín”. Mi voz despertó alguna parte de aquel hombre desconocido haciendo girar su mirada a la mía “Me he perdido”, me dijo con la angustia prendida en unos ojos a punto de estallar en lluvia; después, volvió a girar su cabeza hasta el punto inicial donde convive la nada con el miedo.
“¿Cómo te llamas?” Mi voz volvió a atacar a su silencio. Si mirarme, me contesto “Manuel” “Pues Manuel, seguro que en algún bolsillo guardas tu dirección ¿Me dejas que la busque?” No me dio tiempo pues comenzó a sonar una suave melodía de uno de los bolsillos de la chaqueta de Manuel; él ni se inmutó, yo creo que ni siquiera lo oía. Con la suavidad de un ladrón experto introduje una de mis manos en aquel bolsillo sonoro y extraje un móvil en cuya pantalla aparecía el nombre de Paquito. Apreté un botón y dije “¡Hola!” Una voz asustada y nerviosa balbuceó “¿Quién eres, está ahí mi padre?” “Sí, tranquilo. Estamos…” Le expliqué la orientación en donde nos podía encontrar y no habían pasado diez minutos cuando apareció un hombre de no más de 40 años corriendo como si no hubiera un mañana.
“Papá, eh, papá, venga regresa, menudo paseo te has dado. ¿No tienes hambre?” La voz del tal Paquito era un vaso colmado de ternura y cariño mientras sus ojos se clavaban en los míos en un mudo agradecimiento. Manuel seguía en “Babia”, ese mundo de luz donde a veces no encuentras la puerta de salida.

Paquito levantó a Manuel y caminando con el paso menudo de un pato les vi alejarse. Yo seguí allí parada con los pies clavados al suelo mientras mi corazón se diluía en un aprecio especial hacia un extraño, y mi cabeza se perdía en la nada de tanto Manuel como hay por el mundo.

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