Mi madre siempre
me decía “En domingo de ramos, quien no estrena, no tiene manos” Y como muchos
niños, esperaba el domingo de ramos con enorme ilusión para ponerme ropa nueva y salir de procesión con mis mejores galas.
Desde entonces han pasado muchos años, pero aquel sabor alegre y dulce de cada domingo de ramos lo llevo
cosido a la memoria y cada año cuando llega esa fecha mi corazón vuelve a experimentar aquel
parloteo saltarín de la emoción.
Ayer fue domingo
de ramos y el calcetín de la costumbre se había vuelto del revés: no era
yo quien esperaba impaciente mi ropa nueva sino mi madre… Llegué a la
residencia con la parsimonia de cualquier domingo en el que se encierra la
prisa y el ruido en el armario del descanso, pero ella me esperaba nerviosa a
que la acicalara, quitara las etiquetas de su ropa nueva “Date prisa, vamos a
llegar tarde a la procesión” Me decía con sus ojos distraídos por esa niebla a
la que se ve abocada sin remedio. No pude evitar sonreír, mi madre esa mujer
enjuta, de sentimientos catapultados, mostrándose como un libro abierto y
dispuesta a que yo leyera sus letras más íntimas y personales.
Salimos a la
calle vestidas de domingo de ramos a que la luz se posara en el rostro de mi
madre mientras una temperatura amable calentaba sus huesos doloridos. Su vista,
muy deteriorada, fue benigna con ella; la ONCE le ha enseñado cómo esquivar las
sombras y ver por esos huecos minúsculos. Y ladeaba como una niña chica la
cabeza para ver vestida su ciudad de palmas y ropa nueva, porque en provincias todo se nota más.
Riadas de gente en busca de la borriquilla, niños gritando de emoción y de
fondo el sonido de cornetas y tambores.
El ser humano es
bueno a pesar que nos encrespe con muchas de sus reacciones y en el caso que me
atañe, en el momento que te ven con una silla de ruedas, todo el mundo está
predispuesto a ayudarte. Me dejaron un hueco en primera fila para que mi madre
viera aquello que no puede ver, sintiera la ilusión del niño en un domingo de
ramos, pudiendo bañar su ánimo de gentío colorista; incluso un hombre con
bastón puso la toquilla de mi madre encima del bastón a modo de paraguas para
que el sol no la molestara.
“Mamá mira a tu
izquierda, ahí viene tu hermano junto al arzobispo” Y unas lágrimas peregrinas
se escaparon de su mirada oscura. Acaricié sus hombros con la ternura de una
madre hacia su hijo.
Cuando por la
tarde, la devolví a la residencia, su voz era una cascada de emociones
atribuladas al querer contar todo de una vez a sus compañeras de viaje. En la
despedida, arropé con mis brazos aquel cuerpo cimbreado de emociones dándola
las gracias por haber vuelto a sentir la niñez en un domingo de ramos más en mi
vida.
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