Me metí en la
cama con los remordimientos de mis aplausos, con las dudas de dejarse una llevar por las emociones que
pueden transgredir costumbres y tú, sin más, romperlas. Como muchas cosas me
dije “Con la luz lo verás más claro”
Pero la luz llegó esta mañana tan temprano como la luna deja hueco al sol, y la
primera bocanada de recuerdos fueron aquellos aplausos que solté en una esquina mientras veinticinco pares de
pies rezaban girando al Cristo de Medinaceli.
Castilla reza,
siente y se recoge de una manera especial. El castellano en sí es austero en sus
manifestaciones, contempla y siente hacia dentro. Prefiere el silencio en la noche mientras acompaña al Cristo o la
Virgen de turno. Incluso sus marchas procesionales a toque de trompeta y tambor
desgarran el dolor de esa representación imaginera entre Berruguete y Hernández.
Quizá el único que se aleje de esos llantos de tambor y corneta sea el grupo música
de Arroyo de la Encomienda cuyas marchas procesionales son una algarabía de sonidos
brillantes bien coordinados y de una melosa sucesión de acordes que bien nos
pueden trasladar a otros rincones españoles.
Mientras el lunes
santo se despedía de esta España siempre partida y dudosa en sus requiebros, todos nos echábamos a las calles porque
alguien desde arriba había encendido las estufas para que el buen tiempo se apoderara
de cualquier población. Una vitamina de luz, de fríos apartados de nuestros
cuerpos, ha hecho que vivamos estos días
en las calles. Encuentro entre Madre e Hijo, el regreso de los amigos, convivencia en familia, comercios animados
por compras de última hora, esas cervezas al caer la tarde, terrazas
concurridas de amenas charlas, y el acompañamiento del turista accidental que
se deleita de las costumbres ajenas. Este paisaje que pinto sucede a donde quiera que vayas, incluso la
arena de la costa se puebla de baños tímidos y cuerpos blanquecinos.
Y mientras estos
pensamientos enjambran en mi cabeza, mis ojos corren tras el cirio y la cera
pegada al asfalto, el aroma a incienso rebañado por el empedrado de callejuelas
estrechas. Flota por el ambiente, aspiras el olor de un arte para unos, la
religiosidad para otros.
Valladolid se
vistió de lunes santo, de rosario místico en San Pablo, de un Cristo
crucificado saliendo de la bellísima Antigua, subiendo la cuesta hasta una
Universidad recién planchada que mientras miraba su fachada aún escuchaba las
risas de mis amigas en los años mozos de universitarias. Después, más silencio,
más desgarro de trompeta y una salve para auxiliar a nuestras almas. Pero antes
de terminar ese lunes santo vallisoletano, ya madrugá del martes, alguien
desconocido, un muchacho joven recién llegado de Sevilla, me susurro amores de
mi otra tierra, me narró su alegre bulla tan distinta a la nuestra y…, caminé
sola regreso a casa con un corazón partío entre el silencio en el que crecí de esta
Semana Santa hermosa y austera y esa
Sevilla que por querer, la quiero mía.
Sí, ahora lo veo
claro. Mis aplausos espontáneos debí guardarlos para mí. En esta tierra mía se
reza con el silencio prendido en el ojal y los pies arrastrados por un tambor.
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