Una luz tibia entró en la habitación, apenas un hilito para despegar las
sábanas de mi cuerpo. Me levanté dormida, sólo mis manos acertaron a despejar
los vahos de la noche con agua fría. Me vestí y salí a la calle. Ni un ruido, ni
un alma en los primeros tramos; dos palomas se acercaron a mis pies sin temor a
ser dañadas. Una suave brisa iba
abanicando mi rostro mientras las telarañas de los ojos y la mente desaparecían
por completo.
La ciudad estaba dormida, mecida en el susurro de las aguas del Guadalquivir
y el cielo tal azul como cabía esperar en un día de los grandes.
El mutismo era total, sólo mis pasos castañeando por los adoquines. Me
encontré en Campana los operarios ultimando los preparativos y decorando con
graciosas guirnaldas de pino algunas vallas. Seguí sola hasta la capilla de San
José que estaba abierta y entré. Me recibieron un silencio sobrecogedor y el
típico aroma del incienso; sólo dos personas permanecían en los primeros bancos
orando y yo me senté mucho más atrás de ellas, como si no quisiera interferir
en sus rezos; me senté mientras el incienso se colaba por todo mi cuerpo y mi
pensamiento desgranaba hilos de plata de mis seres queridos, hilos azabache de
mis actos a veces tan tartamudos que parezco aún una niña chica. La calma y la paz
fueron penetrando en mis poros hasta sentir que estaba columpiándome en una
nubecilla junto a mi Dios cuando, de repente, en medio de aquel silencio
atronador, un coro de pajarillos se pusieron a cantar en las ventanas; al
unísono, alegres y vivarachos. Fue un momento muy especial que, de seguro,
cualquiera de vosotros, lo habréis sentido alguna vez.
Volví a salir a la calle a seguir gozando de aquella soledad, de esa ciudad
que no duerme pero que siempre sueña en reinventarse así misma. Me crucé con un
grupo de hombres bien trajeados y en sus solapas prendidas unas insignias; al
pasar junto a mí dejaron el rastro del aroma a jabón, ése que a primera hora
del día huele más y mejor.
La plaza de San francisco estaba terminada, solitaria y muda; se me asemejó
a un faraón bien plantado esperando la bulla de los cirios.
Regresé por callejas que iban despertando a un rosario de voces alegres en
busca de esos segundos que se convierten en siglos, instantes inolvidables que
vivirían a lo largo de ese día en que la ciudad entra en otra dimensión que
aunque la fe no te arrastre, te seduce el buen hacer de aquellos que sellan sus tradiciones. Un
repique de tacones dibujó una sonrisa en mi rostro mientras me tomaba un chocolate con churros a
la vera de mi puente de los recuerdos, del puente de Triana.
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