martes, abril 15, 2014

DESPERTANDO SEVILLA

Una luz tibia entró en la habitación, apenas un hilito para despegar las sábanas de mi cuerpo. Me levanté dormida, sólo mis manos acertaron a despejar los vahos de la noche con agua fría. Me vestí y salí a la calle. Ni un ruido, ni un alma en los primeros tramos; dos palomas se acercaron a mis pies sin temor a ser dañadas. Una suave  brisa iba abanicando mi rostro mientras las telarañas de los ojos y la mente desaparecían por completo.
La ciudad estaba dormida, mecida en el susurro de las aguas del Guadalquivir y el cielo tal azul como cabía esperar en un día de los grandes.
El mutismo era total, sólo mis pasos castañeando por los adoquines. Me encontré en Campana los operarios ultimando los preparativos y decorando con graciosas guirnaldas de pino algunas vallas. Seguí sola hasta la capilla de San José que estaba abierta y entré. Me recibieron un silencio sobrecogedor y el típico aroma del incienso; sólo dos personas permanecían en los primeros bancos orando y yo me senté mucho más atrás de ellas, como si no quisiera interferir en sus rezos; me senté mientras el incienso se colaba por todo mi cuerpo y mi pensamiento desgranaba hilos de plata de mis seres queridos, hilos azabache de mis actos a veces tan tartamudos que parezco aún una niña chica. La calma y la paz fueron penetrando en mis poros hasta sentir que estaba columpiándome en una nubecilla junto a mi Dios cuando, de repente, en medio de aquel silencio atronador, un coro de pajarillos se pusieron a cantar en las ventanas; al unísono, alegres y vivarachos. Fue un momento muy especial que, de seguro, cualquiera de vosotros, lo habréis sentido alguna vez.
Volví a salir a la calle a seguir gozando de aquella soledad, de esa ciudad que no duerme pero que siempre sueña en reinventarse así misma. Me crucé con un grupo de hombres bien trajeados y en sus solapas prendidas unas insignias; al pasar junto a mí dejaron el rastro del aroma a jabón, ése que a primera hora del día huele más y mejor.
La plaza de San francisco estaba terminada, solitaria y muda; se me asemejó a un faraón bien plantado esperando la bulla de los cirios.

Regresé por callejas que iban despertando a un rosario de voces alegres en busca de esos segundos que se convierten en siglos, instantes inolvidables que vivirían a lo largo de ese día en que la ciudad entra en otra dimensión que aunque la fe no te arrastre, te seduce el buen hacer  de aquellos que sellan sus tradiciones. Un repique de tacones dibujó una sonrisa en mi rostro  mientras me tomaba un chocolate con churros a la vera de mi puente de los recuerdos, del puente de Triana.

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