Deambulé por los
claustros mientras mis ojos bebían la plástica del lugar, las arquerías, las columnas
de fuste liso y sus capiteles ornamentados. Observé los arcos de medio punto,
los gruesos muros de piedra, las bóvedas de cañón. Subí y bajé escaleras como
una niña descubriendo un cuento
imaginario hasta que al fin me vi sentada sobre una piedra fría y la mirada en
algún lugar recóndito…
Modifiqué el
escenario. En vez de un monasterio, creé un palacio a cuyas colmenas subía cada
tarde a otear el atardecer lánguido de un crepúsculo tan silencioso que se me
hacía eternidad. Mi castillo medieval tenía su propio bosque de castaños,
nogales y robles por donde saltaban corzos y jabalíes huyendo de su cazador. A
las paredes del valle se pegaban volutas de algodón en cada despertar y el día
llegaba revoloteando, desnudándose con la cadencia de un desmayo mientras el
sol, un joven amante, acariciaba a su amada tierra. El cementerio que descansaba
bajo mi balcón era un jardín de rosas frescas pues no quería pensar que sus
moradores, monjes sabios o místicos, monjes dadivosos, y muchos monjes venidos
a lagartijas y sanguijuelas chupando los placeres mundanos en vez de darse a
Dios, fueran a colarse en mis sueños; me daba miedo. No, mi alma de niña se
defendía de las sombras de los siglos.
II
Un vientecillo
fresco, un cosquilleo en los pies, algo me ha despertado. La respiración
pausada me recordó que estaba en otro rol, quizá desprenderse de todo, tal vez
mudar de piel y que mis poros volvieran abrirse a nuevas sensaciones, o
redescubrir las viejas, las que perdí…
En la oscuridad
he acariciado la lentitud, la parsimonia del silencio sordo y he abierto los
ojos a la noche. Era como palpar un lienzo negro que, cuánto más atusaba, se
iba mutando de color. Me he arrebujado en las sábanas de placer entre tanto la
opacidad se transformaba en una aurora dulce y me poseía la sensación de estar
bebiendo lo invisible. Los barrotes de la balconada se hacían sombras a sí
mismos y sobre ellos descendía una bruma blanca. Pensé entonces si sobre las
tumbas del cementerio caería ese mismo algodón blanquecino. Me iba a levantar a
comprobarlo cuando, de pronto, un gallo cacareó. Después, el silencio de unos
segundos largos y el gallo volvió con un cacareo dilatado y agudo. Aún pude ver
por la comisura del balcón la rama afilada de un árbol temblar para, después,
un hilo fino de voces comenzar a cantar. Eran pájaros que se alternaban con el
gallo mientras mis ojos bajaban sus persianas para dormitar en el reino del
silencio y un tufillo a estiércol despertar a mi olfato atrofiado.
Volvía el
vientecillo impío, el silencio hueco camuflado de pajarillos adolescentes descubriendo
un mundo imperceptible que yace junto a mí.
5 comentarios:
Me encantó esa niña, que vaga entre la realidad y el sueño, dejándonos su antorcha y su sensibilidad.¡Precioso, amiga...!
Mi felicitación y mi abrazo.
Lo que decía: un pedazo de ESCRITORA. Así, con maýusculas.
Una preciosidad literaria.
Veo una muñeca rusa, en la que unos sueños albergan otros sueños dentro, y así sucesivamente...
Vaya, lo que los físicos llaman ahora un "fractal".
Un beso, amiga. Siemepre es un placer leerte.
Cuando terminamos de soñar en eso que llamamos "dormir", comenzamos otro sueño en el que creemos que estamos despiertos.
Dentro de este, cuando escribimos, también soñamos personajes y acciones, entre ellas, incluso les hacemos soñar.
Solo está ocurriendo una Verdad, pero esa única Verdad, es un encaje de infinitas verdades: lo que llamamos "el universo" es como una muñeca rusa (con un cierto retraso, los físicos han reconocido que es fractal. Todos estamos formados por piezas y todos somos piezas de algo más grande.
La segunda parte me ha recordado algo que "viví" anoche.
Escribes precioso.
Besos.
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