Existen placeres
tan menudos como intransferibles, son solo tuyos, nadie los puede saborear como
tú…
Hoy mi primer
café ha sido recreándome de la luminosidad de la niebla pegada a mi ventana.
Cuánto más la miraba, más emergía el placer de una sonrisa. El reconfortante
alborozo del calor de un café recorriendo mi garganta hacía que mis ojos se
abrieran aún más al inhóspito carácter invernal de mi tierra y navegar por esos
interiores que bombean a mi corazón. Y es que cuando los pies descienden del
tren vuelan al lado de una madre que va
dejando de ser lo que era. Miro su cara mimosa, y todo lo anterior se borra, mi
mente se anacroniza y me envuelvo de mi madre. La siento, la huelo, la vivo y
sin querer, porque ella nunca inspiró ternura, hoy en los albores cenizos de su
senectud, al pensarla, no puedo evitar la dulzura que provoca su fachada
torcida, encogida de soledad.
Juntas, en la
penumbra, saboreamos los silencios largos, dejamos de sentir otras cosas para
escuchar solamente el paso hueco de nuestras sombras. Racheamos palabras, una
para comunicar que ahí fuera hay vida, el mundo sigue su trasiego diario. Otra,
para saberse viva pues la han vuelto los miedos, la angustia de que pronto
cambiará de estación y mi mano no estará con ella para que guie sus pasos
tartamudos en el más allá.
En Teresa no
existen los tiempos y por mucho que el gallo de su reloj de ciega cacaree las
horas, para ella no existen ni siquiera los minutos sino la afasia existencial.
Ayer, a media tarde, cuando entré en su dormitorio con el huracán de mi
persona, la encontré ceñida al esquinazo de un armario. No dije nada, la lengua
se me había quedado seca de palabras, desprovista de sonidos. Me cosí a su
imagen y un vendaval de lagrimillas vino a por mí. Una amalgama de sentimientos
de trufa y chocolate se casaron a mi madre. No podía dejar de llorar, ¡echaba
tanto de menos a mi madre!, porque la mujer asida a la esquina de un armario no
era mi madre sino el espectro de lo que una vez fue. Se me heló la sonrisa y de
escarcha se vistió mi ánimo. Si al menos la hubiera podido besar, pero odia el
frio y mi cuerpo venía helado de grados. Y allí la dejé en el limbo de su
memoria y me fui sin resignación, con la rabia de no aceptar que aquella del
esquinazo no era Teresa.
Hoy amanece en
gris y al ver la niebla atrapada en mi ventana, me he vestido corriendo, he
bajado las escaleras, he llegado hasta la puerta de la residencia, he subido en
dos zancadas, abierto la puerta y he visto a Teresa acurrucada en su cunita. La
he dado dos, tres, cuatro, yo qué sé cuantos besos. Se ha dejado pues estaba en
el mejor de sus sueños.
Me he ido con el
corazón revoloteando ternura, de amor
caprichoso. Me he confundido en la niebla y de mí solo ha quedado una sonrisa.
2 comentarios:
Sobre las espaldas de esa generación de mujeres se ha levantado y aguantado todo esto. La mía tiene 91 años.
Qué grande, me has pues to un nudo en la garganta Mª Angeles. Grandes las madres. Un fuerte abrazo y buen fin de semana amiga.
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