Me desperté en medio de la noche. Tenía la
sensación que faltaba aire y la oscuridad comía mis ojos. Palpé la cama y no
encontré en ella más que el hueco de la ausencia. A trompicones me levanté con
la desorientación de quien acaba de
encender la cabeza y esta responde perezosa. Salí de la habitación y vislumbre
una luz amarillenta al fondo del pasillo; era la luz de la farola callejera, la
centinela que ilumina a los despiertos. Paseé por las sombras fantasmagóricas
de los muebles, de suelo, de las paredes, pero no encontré a mi ausencia. Volví
a la cama preguntándome dónde estaría y, como estaba intranquila, volví en su búsqueda. Cuando ya volvía sobre mis pasos, me di cuenta que mi
ausencia podía estar en la habitación de Íñigo; no me equivoqué.
En el patio de luces tres ventanas estaban
encendidas, las justas para que me permitieran ver a mi ausencia resguardada en
la almohada de Íñigo con su olfato pegado al almohadón. No hice amago de
cogerla en mis brazos y llevármela al hueco de mi cama vacio ocupado las
últimas semanas por mi ausencia.
Volví a la cama e instantáneamente me quedé
dormida. Al cabo del tiempo, debía ser amanecida calculando el tiempo
transcurrido en los vahos del sueño, escuché la puerta de la calle que se abría
sigilosa y unos pasos menudos ir al encuentro de Íñigo. Después, mi ausencia
hacía dos intentonas de subirse a mi cama y ocupar su hueco ¡Curioso!, me dije
mientras acariciaba su piel y nos acurrucábamos para completar la noche.
… Dos semanas atrás, nuestra mascota se resignó a
la marcha de Íñigo, estaba acostumbrada a verlo partir muchos días con su bolsa
negra colgada del hombro, sin embargo esta vez la bolsa negra era más grande y
se arrastraba por el suelo. Se dejó acariciar, le miró con sus ojos lánguidos y
no esperó a que la puerta se cerrara, marchó lentamente hasta la habitación de
Íñigo y se metió debajo de la cama. De allí solo salió a comer y regresó a su
guarida. Esa misma noche se subió a mi cama y escuché su respiración pegada a
mi oreja.
A la mañana siguiente, volvió a su guarida y
cuando escuchó que salíamos de casa
apareció y nos miró desafiante. Como no vio respuesta, se fue. Sin embargo al
llegar al portal, me di cuenta que se me habían olvidado las gafas y subí a
casa a por ellas. Ya en el ascensor escuché un sonido extraño y al llegar al
quinto piso pude descifrar con toda nitidez que se trataba de un aullido
apenado. Al abrir la puerta me encontré a la mascota subida a la mesa aullando
a su propia tristeza.
Con los días, nuestra mascota fue recuperando su esencia
sin dejar de lado pequeños latigazos de pena solo abandonados por el rugir del
motor de una moto en la calle. Entonces salía disparada a esperar a la puerta.
Como esta no se abría, volvía con sus pasos cansados a la rutina. Hubo un
momento en que olvidó aquel ruido callejero, apenas un amago de elevar una
oreja y mirarnos pero no se levantaba. Por las noches, cuando la luz se apagaba,
nuestra mascota se quedaba en posición de espera y ya a media noche, cuando la
espera desesperaba, se iba a mi cama a llenar su hueco de ausencia.
Hace dos noches, por fin, regresó Íñigo. Nuestra
mascota recuperó su paso trotón de saltimbanqui payaso y esa misma noche ya no
ocupó su hueco en mi cama. Cuando desperté me asomé a la habitación de Íñigo y
encontré a nuestra mascota tumbada junto a la cabeza de Íñigo mientras lamía el
pelo de su amo.
Pero lo de este amanecer me ha descolocado desde
un principio. Eso que se pasara la noche esperando en posición perseverante de
vigilia me cuadraba, pero su vuelta al hueco de mi ausencia, no.
Pero mi duda ha sido esclarecida. Cuando nos hemos
levantado, nuestra mascota ha ido a la habitación de Íñigo, se ha subido a la
cama, ha lamido el rostro de Íñigo y se ha ido a desayunar. Sí, entonces he
comprendido que los perros como los humanos, proceden con los mismos recursos
para no sufrir más de la cuenta. Tratan de restablecer una rutina acorde con
las ausencias que puedan estar obligados a soportar para que cuando la ausencia
venga a por ellos, el aullido de su tristeza no haga demasiado daño a su
corazón.
Una mascota humaniza al ser humano. Habla con sus
gestos, abre nuestra sensibilidad al amor incondicional. No hablan con
palabras, solo con hechos.
3 comentarios:
Si fuésemos más observadores aprenderíamos mucho de los perros. Hacerlo nos volvería más humanos.
Excelente texto.
Un abrazo
Precioso, Mª Ängeles. Los perros son seres tan tiernos...
Besos.
Mª Ángeles,
Como sempre gostei muito dos cães, está tua crônica não podia deixar-me indiferente. Pelo contrário, gostei muito.
Abraços. Pedro.
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