Entras. Tu cuerpo está destemplado, tu cabeza confundida.
Te reconforta la temperatura ahumada de oscuridad, música y olor a sudor pegado
a pieles desconocidas. Te preguntas qué
haces allí, pero no te da tiempo a que llegue la respuesta. Un camarero te
aborda el gusto por una copa y reconoces el lamento desgarrado del jazz. Te
sientas en un taburete…
Un piano recorriendo la escala, una guitarra rasgando
suavemente el filo de sus cuerdas. Una batería rozada levemente por una
escobilla y tú, entre el humo espeso de una vela a medio consumir. Su luz danza
al compás de la música. Tus pies siguen el ritmo mientras te bebes las penas,
es lo que queda de ti.
Estás rodeado de sombras que están como tú, tan perdidas,
tan tiznadas de soledad, pero no ajenas a la voz de una mujer que sujeta a un
micrófono arrastrando lágrimas con su voz. Te identificas tanto con ella que
quisieras besar sus labios secos. Son tantos otoños sin llover en ellos
que se marchitaron como tú.
Un saxo irrumpe en tus reflexiones, levantas la cabeza y
ves que ahí está un recuerdo difuminado prendido en el sonido de un piano
desafinado, tan desafinado como tu memoria.
Te levantas, la puerta, la calle, el frío te saludan; son
tus únicos compañeros. Te subes las solapas del abrigo y te pierdes en la
noche.
Atrás dejas un letrero del bar que reza “Calle Cuarenta y
tres”… Tú, si tú, el que estás leyéndolo, no lo busques en un mapa, sólo existe
en las entretelas de tu imaginación.
3 comentarios:
Estoy segura de que existe esa calle. La encontraré. Ya le he dicho a los espías del estado que se pongan a ello...
Estoy en NY, ¿lo sabías?
Besos de Reina
Ay, querida, Ángeles, que maravilla volver a perderme en la magia de tus letras después del periodo estival, y volver a la blogosfera.
Tienes el poder de hacerme vivir lo que escribes.
Un beso.
Un final muy sorprendente. Buen relato, Mª Ángeles.
BEsos.
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