Contactos en 3ª fase…
Más perdida que un pez en unos grandes almacenes, menos
mal que mi tío Ángel es alto y he avistado su sonrisa rápidamente y rápidamente
me abandona porque se va al camarote. Comienza a llover y las hordas
desaparecen, ¡De puta madre!, me digo. Nos hemos quedado en popa cuatro
pirados. Previamente he notificado a mi familia que si me buscan, me
encontrarán en la planta 9, en popa, donde está el chiringuito de bebidas,
hamacas, se fuma y más vicios. Me calzo el chubasquero, comienzo a estar en mi
elemento porque llueve como si el mañana ya no fuera a existir. Delante de mí
unas vistas espectaculares de la costa de Estocolmo. El cielo, tan
diversificado de grises que estiro la mano para tocarlos. El silencio es una
dulce cadencia envuelta en el chisporrotear del agua. Respiro hondo y no huele
a mar ni a nada, más bien un aire que se me antoja limpio y fresco entra en mis
pulmones. Pido mi primer Martini a bordo y enciendo un cigarrillo. Un pajarillo
se pone a saltar entre los charcos, a beber en ellos y a levantar la cabecilla
minúscula al cielo; los pájaros suecos son microscópicos. Un muchacho hindú se
acerca a mí ofreciéndome una manta escocesa en alegres tonos amarillos a
azules; se convertirá en mi fiel compañera todo el viaje. El muchacho tiene la
piel muy tostada, los ojos hundidos y negros como el carbón pero su cara se
ilumina al regalarme una sonrisa pintada de inmaculado blanco. La muchacha que
me sirve la bebida es filipina, educadísima y preparada para entregar sonrisas
a quien se la acerque. Me siento francamente bien, mi sensación de vaca
borreguera ha desaparecido. A cambio aparece otro placer inesperado que, por
imprevisible, aún me impacta más: las gaviotas suecas.
¡Son bellísimas!, delicadas en su pose, danzarinas en su
vuelo. Su tamaño es mediano y sin duda no temen al hombre y la barandilla del
barco rezuma elasticidad para las piruetas que se disponen a hacer delante de
los cuatro pirados que permanecemos en silencio asombrados por la gracia
sensual de aquellas aves.
Una mujer solitaria, entrada en años, con un color de pelo teñido seguramente por un
enemigo, me está mirando. Me hace un gesto de complicidad. Me gustan sus ojos
cargados de tristeza, su forma de fumar decadente, de una dama del siglo
pasado, su soledad garabateada en su rostro. Me inspira ternura esta mujer
abandonada a sí misma.
“Mi Pepe”, todo alterado, como siempre, me viene a
buscar. Hay que cambiarse para ir a cenar. ¡Ay cómo mola!, me da por pensar que
estoy en una especie de Titanic y es la hora de lucir galas elegantes, dejarte
ver por el comedor inmenso plagado de arañas y las cabezas volviéndose mientras
tú pasas lentamente para dejarte ver. Abro la maleta rápidamente y elijo un
modelo que ni pa ti ni pa mi, vamos, una mezcla entre el chill y el out pasando
por Albacete. La verdad es que estoy mona. Tan mona que digo a mi Pepe “Vamos y
me haces unas fotos en cubierta” “Si está lloviendo, Gordita” “Da igual, tú me
las haces”, y como cordero guiri con
cámara al cuello va a la cubierta que está cubierta. Esas cubiertas por las que
se paseaban las damas del Titanic en las que había tumbonas y lánguidamente se
sentaban ellas, ¿sabéis lo que os digo, no? Pues ahí me retrata “mi Pepe” y no
se moja así mi tierno y obediente cordero guiri. No os cuento la cara de lela
con la que me saca, ¿para qué? Odia hacerme fotos y ese odio se traslada al
objetivo. Tanto me enfoca que se me plisa la cara y los ojos bizquean. “Valgo
yo más al natural”, me digo para animarme.
Llegamos al comedor muy, muy deprisa y nos dicen que
antes de cenar hay simulacro. ¿Simulacro de qué? Por si ti ahogas, pues que
sepas que tienes que hacer para que no te pase lo del Titanic, digo yo.
Las escaleras abarrotás. Las hordas suben y bajan
buscando el simulacro que les corresponde y de repente veo descender a mis tíos
con el flotador al cuello ¡Muy tomate!, estaban graciosísimos, me inspiraron
una ternura infinita y con ganas de salir corriendo hacia ellos para
abrazarles; las hordas me lo impidieron.
“Pepe mío, yo quiero un flotador como el de mis tíos”, le
digo y me responde el muy sabiondo que hay que ir al camarote a por ellos.
Meneos por aquí, meneos por allá, logramos alcanzar nuestro camarote y coger
los flotadores. ¡Qué estrés, Virgen del Chiringuito más próximo! Bajamos
corriendo, nos identifican. Bueno, identifican a “mi Pepe” que lleva la
documentación reglamentaria porque yo sigo sin identificarme a mí misma, pero
cuando acabamos de salvarnos con flotador y barca, subo corriendo a por mi
tarjeta; sin ella no me dan ni un vaso de agua y el cuerpo me pide un cubata.
Cenamos, por fin. Qué bien servido, qué amabilidad, qué
buen hacer. Nos sientan con unos desconocidos y ¡lo que hace 30 años de
matrimonio, madre!, pues sin consultarnos, mi Pepe y yo nos convertimos en “papagayos
rompehielos” Aquí conocemos a una adorable ancianita llamada Ángeles, como yo,
y que rápidamente me rebautizará como Angelines…Comienzo a sentir la necesidad
de capturar imágenes, rostros, sonrisas, voces, ademanes. La fotografía del
comedor era deliciosa, no por su belleza en sí, que la tenía, sino por ese
ambiente que desprendía reposo, buen rollito, y alegría a la vez.
Huyo de las hordas musicales y subo a popa. Está
anocheciendo, son casi las doce de la noche. El cielo se ha vestido de rosa,
las famosas noches blancas. Huele a salitre y un vientecillo suave agita mis
pensamientos. Tan enfrascada estoy que no escucho las diminutas pisadas de la
adorable ancianita que me pregunta “¿Te he contado…? Ocho días con sus noches
para contarme. Ángeles es tan pequeña como el tapón de una botella de buen
tinto y, aunque no me gusta el tinto, sé reconocer su aroma y con ello la oportunidad de extender mis
brazos invisibles a alguien que necesita imperiosamente el contacto humano.
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