Anoche cerré los
ojos con una declaración de Bill Clinton en la que aseveraba que las peores
decisiones de su vida las tomó cuando el insomnio le había ido a visitar y el
cansancio al día siguiente era tal que erró.
Eran las tres de
la mañana cuando sentí que mis ojos de persona se transformaban a ojos de búho.
Encendí la luz, apagué la luz, tantas veces que el perro se fue a buscar la
oscuridad a otra parte. Hice mi técnica favorita de relajación que consiste en pensar
en un rincón especial que guardo en mi mente, pero ni el naranjo ni el ruido
del agua al caer en una pequeña fuente me relajaron. Pasé a leer, pero estaba
tan cansada que las letras se me hacían borrascosas. Pasé a buscar en Internet
la climatología en los países bálticos y añadí una tristeza más pues cuando yo
vaya lloverá y lo último que pensaba era llevar un paraguas. Después me di
cuenta que últimamente como fatal; he dejado de comer kiwis. Me entró el
remordimiento y lo aplaqué diciéndome que hoy me comería media docena. Y cuando
mi cabeza ya era una jaula grillos, me acordé que hoy era un día importante
para mí pues por primera vez presentaría el trabajo de un escritor en Madrid
¡Para qué me acordaría, madre mía!, se me juntó la velocidad con el tocino. Me
puse a memorizar y vociferar lo que hoy diría, ¡qué desastre! Al oír voces, el
perro se asomó, me miro y juro que meneó la cabeza como diciéndome que estaba
como una jaula grillos, cosa que yo ya sabía. Me callé, me levanté y me fui al
armario a pensar qué ropa me pondría hoy. Como si me fuera la vida en ello me
puse a probarme un vestido, un pantalón…
¡qué mal me sentaba todo!, hasta el perro me ladró y precisamente fue el
ladrido del perro el que me hizo darme cuenta que estaba haciendo un pase de
modelos con el pijama puesto. Descarté el pase y me volví a la cama. Apagué la
luz. Me tumbé mirando al techo. Mis ojos se acostumbraron a la oscuridad que no
era tal pues por encima del negro se encendían las luciérnagas de la noche.
Farolillos incandescentes de estrellas, la farola de la calle, los faros de los
coches. Me relajó esa contemplación pero no me durmió porque mis orejas pasaron
al estado de escucha. “La noche habla”, me dije, “porque normalmente tienes la
suerte de estar dormida y no la oyes”
Así que pasé de
la fase contemplativa a la auditiva. Un silencio sordo te baña, su quietud te
envuelve, te relaja, incluso te hace pensar que el mundo descansa, repone
fuerzas como los móviles, menos yo, claro. Sin embargo si tu oído se pega a las paredes de ese silencio
escucha un ronroneo leve casi imperceptible. Tú pegas más los oídos a esa
afasia y oyes que el mudo sigue girando, una parte de él sigue despierto…, como
yo. El airecillo fino tiene su música, las hojas de los árboles la suya, el
motor de un camión lejano el suyo... Sí, la noche en su silencio posee una música especial
que te acuna, pero no me duerme.
Me levanto y me
voy al jardín a fumarme un cigarrillo. He pensado que ver amanecer será una
idea estupenda. Aún es de noche. Me siento, estoy tranquila pero, de pronto, me
viene un pensamiento cenizo “Está muy
oscuro, como venga algún conejo, te caes de la silla del susto”, así que hago
algo de ruido para que los conejos no me ataquen, pero el que viene es mi perro
que como no lo siento cuando roza mi pijama, me asusto y me caigo al suelo con
silla incluida. Una silla mala, de plástico que no pesa nada.
Me incorporo y me
vuelvo a sentar. Comienza a amanecer, ¡qué preciosidad! Tan embelesada estoy en
ese espectáculo que no me acuerdo que justo a esa hora imprecisa, se pone en
marcha el riego; me ha duchado el pijama.
Según subo las
escaleras me pregunto “¿Qué dirás hoy en la presentación de “Dos discursos y
una boda”? Sr. Don José Menéndez, ex magistrado del Tribunal Supremo, prepárese
que allá voy”
1 comentario:
Seguro que el discurso salió redondo.
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