Ayer fue de esos días que
sientes tanto que te duele el alma de tanto sentir. Un alma que ni se ve ni se
toca, pero que sientes que está dentro de ti…
Ayer vi tu foto y me quedé
largos minutos mirándote, adivinándote, descubriéndote. Tu estatus yacía en el
suelo desconsolado. Tus ojos se dirigían a la cámara con calidez y esa verdad
que escuece a tu herida.
No sólo
el tiempo ha hecho mella en ti. No, hay algo mucho más hondo que nos puede
desfigurar a cualquiera de nosotros... El dolor.
Éste
nos hace más humanos. Pone ojos al corazón, y razón al pensamiento.
Nuestra
arrogancia se desarma ante el tormento desvistiéndose para mostrar la
fragilidad de su ser, la humildad de su piel.
Ante
la aflicción pasamos a rendir tributo a los cinco sentidos anquilosados, perdidos
en la prepotencia vana, y nos transformamos, nos transformamos en seres humanos
grandes, sensibles, humanitarios, en modestas personas.
Porque
el dolor no conoce fronteras aunque se empecine en los débiles, con el tiempo
todos caen. No hay señores ni esclavos, ni ricos ni pobres. El tiburón hiere a
cualquiera.
Ayer,
cuando vi tu foto, podíamos ser cualquiera de nosotros. Me di cuenta de tu
herida, tan grande que te descoses por las costuras y que, sin embargo, ahora
irradias una sencilla alegría. Aún sin vencer el dolor, le has vencido. Al fin
te has hecho persona.
Una
vez me contaron que cuando caes vuelves a tus orígenes, a recuperar tus
sentidos porque cuando las cosas van bien con el tiempo muchos de nosotros se
nos va borrando la pátina de ser persona. Te olvidas de tender una mano, de dar
un gracias, de regalar sonrisas, de empatizar con los otros, de escuchar, del
respeto, de la paciencia.
Y volví
mi mirada a otro paisaje igual de tremendo…
Ayer estuve con una mujer que está herida, tan herida que
se descose por las costuras. Su valentía es grande, pero no suficiente para que
el zarpazo sane; hay muchos hilos que vuelven a romperse en la maquina de su
vida, y ahí la tenía delante de mí con la luz en sus ojos, a veces emocionados,
otras, tristes, con su voz cargada de matices, sin rencores, fuerte sin suerte,
una superviviente que cada día coge
aguja e hilo y cose sus desgarros el traje.
Mientras escuchaba a esa gran mujer que seguía emanando, a
pesar de los años y de la vida perra, la virtud de ser persona, se aproximó un vendedor ambulante y me tendió
unos calcetines. Sus ojos, tan cargados de verdad, que se achicaron mis
temporales de tonterías que no aportan.
Volví a casa sintiendo mis alas desplegadas, agradeciendo
a quién sea por mostrarme otras verdades que me hacen abrir los brazos y las
compuertas del corazón.
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