La tarde es sombría pero cálida. El jardín permanece dormido en sus
silencios y abandonos. Incluso parece como que intuyera la estación que le
corresponde y un pino, casi invisible en primavera o en verano, de repente
resplandece su tamaño y brillo en una composición pre navideña muy bella.
En las fechas en las que estamos normalmente no está el cántico de los
pajarillos primorosos, sin embargo, este año el clima no es inusual, y muchos
de ellos aún no han emigrado a sus reductos invernales. Permanecen colgados en
las ramas de los árboles y pían y pían amenizando esta tarde de finales de
noviembre. Siempre me ha gustado el jardín de Concha como así le llamo en honor
a mi suegra porque ella lucía muy bien en aquellos bancos recordando su pasado
más esplendoroso.
Salgo a él huyendo del calor del salón, allí la temperatura es alta pues
las personas mayores sienten frio porque el calor de sus cuerpos las va
abandonando poco a poco. Me doy un paseo mientras el humo del cigarrillo me
acompaña hasta que decido sentarme en un rincón que te permite intimidad
mientras observas las escenas cotidianas dentro de la sala de visitas; y es
cuando la descubro y me deleito de esa escena que se debe repetir en horario
laboral día tras día…
No sé cómo se llama, es una mujer de perfil que, en primera instancia, no
es grato: alta, huesuda, de pelo tan zaíno que endurece, si cabe, más sus
facciones; ni siquiera sé cómo es su voz aunque sí su sonrisa, melancólica y
distraída. Desde luego en su envoltorio, nada la acompaña, sin embargo hoy la
cristalera del salón es un nítido espejo limpio y resplandeciente en el cual no
se escapa ningún detalle a esa observación abandonada en la que a veces me
introduzco para descansar las fuerzas y los sentimientos… Desde el fondo de la
sala la veo llegar con paso lento y cansino; en cada mano lleva una flor de
memoria ya perdida; entre ambas flores sí que sumaran cerca de los doscientos
años. Los pasos de estas tres mujeres son trémulos, un avanzar para perder… Se
acercan a mi campo visual y, como si intuyeran mi presencia, se paran en la
cristalera. No sé lo que hablan pero las flores casi centenarias miran con ojos
vacíos mientras algo enciende sus rostros. La mujer alta y huesuda entonces las
suelta y sus manos va a acariciar primero a una flor y luego a otra. Su boca se
acerca a cámara lenta a una de las cabezas, y después apoya uno de sus mofletes
desengrasados como si quisiera acunar la desmemoria de sus dos flores.
Sinceramente me conmueve ese cuadro de belleza plástica removiendo mis
cimientos más ocultos… La ternura, complicidad, la sensibilidad…, han adornado
y encendido una tarde tibia aunque ausente de sal en un principio… Desde luego
nunca se sabe dónde vas a encontrar el calor y el color de un instante.
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