Ayer me monté en un taxi rumbo a la estación; era demasiado temprano para
enfadarte con el mundo ni para pedir justicia aunque la injusticia no descanse.
Sin embargo, mis ojos florecían en miles de destellos en la carretera que semejaban
una ratonera y, los coches, cadáveres andantes. Pensé entonces que la gran
ciudad te roba y poco te da, sentí lástima por esos hombres y mujeres que
sufren la desesperación cada día tratando de llegar a alguna parte, sentí ahogo
al verme impregnada de esa batalla que ya no es la mía. Cuando, al fin, me hallé
sentada en el tren, cerré los ojos, asfixiada de sensaciones negativas, de esa
fobia que me provoca la ciudad inabarcable, el ritmo vertiginoso en el que se
convierte tu vida.
Pero las cosas no suceden porque sí, hay una razón escondida, desconocida
para nosotros que salta cuando menos te lo esperas, y sólo tienes que hacer un
leve ejercicio de sensibilidad para captar su lenguaje… Al abrir los ojos, la
ventanilla del tren era una pantalla de calma, como si el tiempo se hubiera
condensado en una imagen gris, etérea, volátil. Mi sonrisa fluyó de las
entrañas, agradecida por haberme alejado de ese horror que crispa mis nervios y
anula mi entendimiento. El otoño había brotado en mi mirada en forma de niebla,
una melancólica quietud me abrazó para poder adentrarme en los subterráneos del
alma y absorber los claroscuros infinitos de voces sin terminar y rostros con
señas de identidad y comprender que no quiero viajar en tren bala sino al
unísono de la parsimonia del tiempo que marque yo y, así, poder encontrarme con
el paraíso de la placidez donde reinan las frases con sentido y las letras
adquieren la madurez precisa.
Dicen que para avanzar no hay nada mejor que conocerse y aceptar tus
perfiles. A partir de ahí comprendes que robar se traduce en valorar y conocer
tu deseo. Que para ganar, has de perder primero y, así, comprender tu triunfo
en su justa medida.
Ayer no había amanecido cuando me sentí expoliada, más luego vislumbré que
para ser persona, necesito un reloj sin manecillas.
2 comentarios:
Las grandes urbes aprietan más que un cobrador de morosos. Hoy anduve por carreteras casi desconocidas, en la falda de una sierra como las de películas de bandoleros. Me dejé robar el tiempo y la mirada.
Besos desde mi montura.
Estos cambios nos permiten apreciar lo que tenemos y deseamos, las ciudades cada vez son más duras, sin duda que hay que respetar nuestro ritmo y no dejarnos arrollar por la urbe, convivir con ella es todo un proceso.
¡Qué bien escribes mujer!
Un abrazo.
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