Ayer era domingo, el calor aplastaba y, a pesar de
eso, me tiré a la calle. Me monté en un autobús climatizado con asiento y
ventana para mirar; un lujo al alcance de todos que yo aproveché con suave
complacencia. No saqué el móvil, no tenía necesidad de abstraerme, la realidad
tangible era lo sufrientemente seductora como para pegar mis ojos dentro y
fuera del bus; terrazas de cerveza y charla, abuelos y nietos caminando con
parsimonia, mujeres maduras de distintas clases sociales y de idiomas
diferentes subidas a un bus, acicaladas para una tarde dominguera. Aquello de
ver con ojos calmados, sedientos de paisajes costumbristas, me gustaba en
demasía para regodearme en ese placer tan simple de ver sintiendo.
Llegué a mi parada, todo era vida y bullicio a mí
alrededor; el calor se pegaba a mi ropa y de ahí a mi piel, pero aún así
caminé bajo árboles frondosos, chillidos de niños, acentos comunes y el color
de la estación primavera. Poco a poco me iba emergiendo en el tumulto espeso de
una feria en que la gente camina con "calma chicha" sin buscar nada en concreto. Me
costó pero logré llegar a la vereda de las casetas que venden sueños. Unas
abigarradas, otras menos, pero aún podía otear a los escritores de moda, a los
de siempre, a los desconocidos. Por megafonía te contaban quienes firmaban a
esas horas y su número de caseta. Mentalmente trataba de quedarme con los que
me interesaban porque en el fondo sin yo saberlo quería, deseaba ver sus
rostros, sus ojos, sus manos, su sonrisa, su comportamiento, saber si eran tan distintos a mí, qué tenían ellos que yo no tuviera. Julia Navarro con
la cara lavada sonreía entre tímida y agradecida. Borges, concentrado, Risto
Mejido, oculto como siempre tras su gafas, se dejaba hacer fotos, sonreía
pacientemente, presentí que tenía muy bien digerida su fama, sin algaradas y
con naturalidad. Pilar Eyre maquillada y momificada por esas cosas del querer
ser más joven hasta que te borran la juventud de una sonrisa, una lástima. El
niño prodigio que escribe y se expresa y en cuyos ojos veo cómo le han robado
la niñez…
Paraba, miraba, respiraba y mi sonrisa de
complacencia iba en auge. Muchos perros, intelectuales de las buenas maneras,
caminaban tranquilamente con sus amos, sin hacer ruido, reprimiendo “la caló”.
Gente con bolsas, una o dos, asidas a unas manos satisfechas. Gente con el
helado, lenguas gustosas de esa frescura y sabor, y un violinista regalando
jazz. Aquí cerré los ojos, abrí Sevilla...Gymnopédies, por cualquier hoja, y guardé su sonido
tan vital, armónico y locuaz. Seguí caminando hasta llegar a mi destino, caseta
196. Allí estaban firmando compañeros de letras, desconocidos para mí pero con algo
en común: esa luz que se escapa de nuestro gesto sin que apenas nos demos
cuenta, ese orgullo de haber sido capaces de casar rimas y letras. Esa luz de
esperanza de que alguien se incline sobre ti, te observe y decida llevarte a
compartir sus horas… Les miraba con ganas, para sentir lo que yo, los dos días
que he estado allí no he podido saborear por esos miedos, timidez a lo
desconocido que nos asola a los novatos. Ayer sí, me colgué de sus rostros, me
cosí a sus sonrisas, me bebí sus ilusiones con un par de cubatas y me volví a
casa despacio, sin prisa, saboreando el último jazz que encontré en la feria.
Un maravilloso quinteto interpretando “Sing Sing”. Volví a abrir
Sevilla…Gymnopédies, por cualquier página, y guardé ese ritmo entre ellas.
Realmente había sido una tarde deliciosa en la que dejé en una esquina perdida
un calor anticipado y me llevé tantas ilusiones por hacer.
2 comentarios:
Mis felicitaciones M Ángeles por tu libro. Mereció la pena el viaje hacia la feria del libro.
Saludos.
Lola.
Mis felicitaciones. Se te ve feliz.
Besos
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