Mí querida Cayetana…
Disculpa mi tardanza, me dijeron que me esperabas hace días
desde uno de tus tejados. Te han visto de noche entreteniéndote con las
estrellas, acariciando a los gatos más Tarugos, yéndote al giraldillo de la torre
más esbelta y que allí alzabas el vuelo
hasta las dunas de Doñana. Y hasta en uno de esos días despistados en
que llueven nervios, llamaste al “Cojo” para que tus pies sonaran por el cielo
como tambor del buen flamenco llamando a tu amiga. Como eso no fue suficiente,
abriste la verja, te descalzaste encumbrando tus brazos y abanicaste la mañana.
Pero si te dijera que es pudor mi tardanza, recato mi impostura,
créetelo. Cuántas veces me he agarrado a tu verja decorando mi mirada en tu
primer jardín, cosiéndome a uno de tus balcones, enrollada incluso a tus
persianas de esparto, soñando, cuántas noches, pisar tu albero y, cuando me
invitas, voy y tartamudeo mis pasos.
Menos mal que vino Antonio a rescatarme de mi timidez burlesca y
mientras nos acercábamos a tu palacio él me decía “Esta luz de Sevilla… es el palacio donde nací con el primer rumor de
fuente. Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla y un huerto claro donde
madura el limonero” Como mi reticencia
aún seguía viva a adentrarme en tu intimidad más sonora, Antonio me ha cogido
de la mano y me ha distraído con las cuadras más chiquitas para tus caballos de
feria. He olido tu perfume, Cayetana, he imaginado tu calesa paseando por el
Real. Después, Antonio me ha tirado de la mano para que le siguiera cuando mi
deseo era escalar la buganvilla hasta tu balcón, pero me ha llevado
directamente al limonero, después al naranjo y al ciprés y, cuando he podido
despistarle, me he sentado en un banco de azulejo, y en el medio, una fuente
que susurraba tus chisporroteos más íntimos y personales. He apoyado la
cabeza en un jarrón de pura alfarería,
en él pintado tu escudo. Y allí he mecido un rato mis sueños entre agua y
perfume del último azahar. Pero Antonio me ha encontrado y me ha arrastrado a
tus espléndidos macizos de margaritas, he intuido tu persona mariposear entre
el blanco y amarillo.
Más tarde me ha llevado de patio en patio con la música del agua
en cada uno de ellos. Tu casa, Cayetana, huele a equilibrio entre dignidad,
modestia y esa nobleza tan tuya. He visto tus cuadros, tus vasijas, tus
miniaturas, hasta tu capilla y la soberbia escalinata que engalana tu patio del
más puro morisco sevillano.
¡Lo qué habla Antonio, ozú, Cayetana!, me ha contado la velá de Triana, cuando escribe "...como /el niño que en la noche de
una fiesta /se pierde entre el gentío /y el aire polvoriento y las candelas
/chispeantes, atónito, y asombra /su corazón de música y de pena..."
Tal vez me hablara tanto para que esquivara nuevamente mi pudor ante tu más
cercana presencia pues sin darme cuenta,
me he topado de frente, sin más remilgo ni aliño. Te he mirado Cayetana,
te he mirado desde lo hondo de mi alma y te he dicho tanto en tanto silencio,
¡Ay Cayetana!, los pajarillos, las campanas, han revoloteado entre nuestros
cuerpos sin ser más sonido que esa querencia muda de adorar la quietud de tu
vida. Y mis ojos fisgones, ¡Ay Cayetana!, se han redoblado en ojos asaltados,
dibujando tu vida en esas paredes chicas y apretadas, llenitas de libros,
trofeos y recuerdos. Me he cogido una sillita verde y, aunque prohibido, como
tú me salto las normas cuando me viene en gana, y me he puesto a imaginarte,
imaginarte tanto que la ternura se fue tras el toque de una campana.
Y mientras nuestras cuitas mudaban de color y
sentimiento, por algún rincón de tu palacio alguien ha rasgado las cuerdas de
una guitarra y la voz de Antonio he oído recitar:
¡Oh, la saeta,
el cantar
al Cristo de los gitanos,
siempre con sangre en las manos,
siempre por desenclavar!
¡Cantar del pueblo andaluz,
que todas las primaveras
anda pidiendo escaleras
para subir a la cruz!
¡Cantar de la tierra mía,
que echa flores
al Jesús de la agonía,
y es la fe de mis mayores!
¡Oh, no eres tú mi cantar!
¡No puedo cantar, ni quiero
a ese Jesús del madero,
sino al que anduvo en el mar!
al Cristo de los gitanos,
siempre con sangre en las manos,
siempre por desenclavar!
¡Cantar del pueblo andaluz,
que todas las primaveras
anda pidiendo escaleras
para subir a la cruz!
¡Cantar de la tierra mía,
que echa flores
al Jesús de la agonía,
y es la fe de mis mayores!
¡Oh, no eres tú mi cantar!
¡No puedo cantar, ni quiero
a ese Jesús del madero,
sino al que anduvo en el mar!
¡Ay
Cayetana!, he presentido aflojarse tu cuerpo del mío, pero nunca tu alma, tan
viva como el primer día y he tenido que dejarte partir, partir a lo más alto, a
cualquier callejuela, a cualquier rincón, porque Sevilla entera está llena de
ti.
He salido por tu patio de naranjos mientras las campanas de algún
convento retoñaban a festín y yo me descosía de ti.
2 comentarios:
Vaya...
Esto ha sido todo una exhibición...
Ay Cantalapiedra...
Gracias por este bello relato, me ha gustado y me he metido en tus letras desde el principio.
Un abrazo.
Ambar
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