sábado, mayo 14, 2016

¡AY CAYETANA!

Mí querida Cayetana…
Disculpa mi tardanza, me dijeron que me esperabas hace días desde uno de tus tejados. Te han visto de noche entreteniéndote con las estrellas, acariciando a los gatos más Tarugos, yéndote al giraldillo de la torre más esbelta y que allí alzabas el vuelo  hasta las dunas de Doñana. Y hasta en uno de esos días despistados en que llueven nervios, llamaste al “Cojo” para que tus pies sonaran por el cielo como tambor del buen flamenco llamando a tu amiga. Como eso no fue suficiente, abriste la verja, te descalzaste encumbrando tus brazos y abanicaste la mañana.
Pero si te dijera que es pudor mi tardanza, recato mi impostura, créetelo. Cuántas veces me he agarrado a tu verja decorando mi mirada en tu primer jardín, cosiéndome a uno de tus balcones, enrollada incluso a tus persianas de esparto, soñando, cuántas noches, pisar tu albero y, cuando me invitas, voy y tartamudeo mis pasos.
Menos mal que vino Antonio a rescatarme de mi timidez burlesca y mientras nos acercábamos a tu palacio él me decía “Esta luz de Sevilla… es el palacio donde nací con el primer rumor de fuente. Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero”  Como mi reticencia aún seguía viva a adentrarme en tu intimidad más sonora, Antonio me ha cogido de la mano y me ha distraído con las cuadras más chiquitas para tus caballos de feria. He olido tu perfume, Cayetana, he imaginado tu calesa paseando por el Real. Después, Antonio me ha tirado de la mano para que le siguiera cuando mi deseo era escalar la buganvilla hasta tu balcón, pero me ha llevado directamente al limonero, después al naranjo y al ciprés y, cuando he podido despistarle, me he sentado en un banco de azulejo, y en el medio, una fuente que susurraba tus chisporroteos más íntimos y personales. He apoyado la cabeza  en un jarrón de pura alfarería, en él pintado tu escudo. Y allí he mecido un rato mis sueños entre agua y perfume del último azahar. Pero Antonio me ha encontrado y me ha arrastrado a tus espléndidos macizos de margaritas, he intuido tu persona mariposear entre el blanco y amarillo.
Más tarde me ha llevado de patio en patio con la música del agua en cada uno de ellos. Tu casa, Cayetana, huele a equilibrio entre dignidad, modestia y esa nobleza tan tuya. He visto tus cuadros, tus vasijas, tus miniaturas, hasta tu capilla y la soberbia escalinata que engalana tu patio del más puro morisco sevillano.
¡Lo qué habla Antonio, ozú, Cayetana!, me ha contado la velá de Triana, cuando escribe "...como /el niño que en la noche de una fiesta /se pierde entre el gentío /y el aire polvoriento y las candelas /chispeantes, atónito, y asombra /su corazón de música y de pena..." Tal vez me hablara tanto para que esquivara nuevamente mi pudor ante tu más cercana presencia pues sin darme cuenta,  me he topado de frente, sin más remilgo ni aliño. Te he mirado Cayetana, te he mirado desde lo hondo de mi alma y te he dicho tanto en tanto silencio, ¡Ay Cayetana!, los pajarillos, las campanas, han revoloteado entre nuestros cuerpos sin ser más sonido que esa querencia muda de adorar la quietud de tu vida. Y mis ojos fisgones, ¡Ay Cayetana!, se han redoblado en ojos asaltados, dibujando tu vida en esas paredes chicas y apretadas, llenitas de libros, trofeos y recuerdos. Me he cogido una sillita verde y, aunque prohibido, como tú me salto las normas cuando me viene en gana, y me he puesto a imaginarte, imaginarte tanto que la ternura se fue tras el toque de una campana.
Y mientras nuestras cuitas mudaban de color y sentimiento, por algún rincón de tu palacio alguien ha rasgado las cuerdas de una guitarra y la voz de Antonio he oído recitar:
¡Oh, la saeta, el cantar 
al Cristo de los gitanos, 
siempre con sangre en las manos, 
siempre por desenclavar! 
¡Cantar del pueblo andaluz, 
que todas las primaveras 
anda pidiendo escaleras 
para subir a la cruz! 
¡Cantar de la tierra mía, 
que echa flores 
al Jesús de la agonía, 
y es la fe de mis mayores! 
¡Oh, no eres tú mi cantar! 
¡No puedo cantar, ni quiero 
a ese Jesús del madero, 
sino al que anduvo en el mar!
¡Ay Cayetana!, he presentido aflojarse tu cuerpo del mío, pero nunca tu alma, tan viva como el primer día y he tenido que dejarte partir, partir a lo más alto, a cualquier callejuela, a cualquier rincón, porque Sevilla entera está llena de ti.

He salido por tu patio de naranjos mientras las campanas de algún convento retoñaban a festín y yo me descosía de ti.

2 comentarios:

TORO SALVAJE dijo...

Vaya...
Esto ha sido todo una exhibición...

Ay Cantalapiedra...

Anónimo dijo...

Gracias por este bello relato, me ha gustado y me he metido en tus letras desde el principio.
Un abrazo.
Ambar