Recuerdo cuando el tiempo no era tal y sus manecillas iban tan
deprisa que los cinco sentidos se colaban por mis poros. Me convertía así en
una trashumante atemporal donde el sentir de las sensaciones no había hueco
para ellas. Tampoco la brújula me funcionaba, carecía de norte y sur. ¡Cuántas
cosas me he perdido!, pero ahora el tiempo se ausenta de mi reloj de distintas
maneras, como si las horas se deleitaran en su lentitud. He perdido la ceguera
de antes, huelo el aroma de mi vida, el paladar se deleita hasta con un simple
fruto. Repaso la piel de las horas, a veces rugosa, otrora terciopelo. Escucho
el jazz en el que se han convertido los meses y avisto las cuatro estaciones.
Así en el sosiego de este tiempo nuevo percibo cómo el centro de
la ciudad está repleto de ancianos con sus penas vagando por las calles. Los
letreros se convierten en sus recuerdos deshilachados. Se sientan en los bancos
para hacer un alto en ese camino de ausentes y, cuando te descubren a su lado,
sus ojos se encienden como dos guindillas. Entonces sus voces, parpadeando de
emociones incompletas, te hablan, anidan en ti su soledad. A unos, un sobrino
les regaló un periquito que canta cuando presiente sus pasos tartamudos. A
otros, es una tortuga que a sus nietos se les olvidó en su casa en la última
navidad y ahora es su fiel compañero. Los que tienen mejor suerte, alguien les
dejó al cuidado de un perrillo, ahora es su fiel compañero de batallas, el oído
sordo que escucha y quita penas. Las manos aradas de su dueño es el mejor
talismán para el chucho que controla el respirar del anciano que se desvive por
él.
Y hay ancianos que no tienen nada de eso, y se hacinan en colas
eternas viendo pasar su vida sin prisa aunque con ganas de que termine ya… Y
así, cuando veo, huelo, palpo, oigo y cato tantos vacíos, mi paciencia y
comprensión para mi madre mudan de piel. La ternura acaricia sus telarañas,
escucho una y mil veces las mismas historias, las anécdotas arrítmicas del día,
los dolores que no cesan, los miedos que ahogan…
Y, cuando soy consciente de todo esto, me obligo a sonreír,
sonreír a todo aquel anciano que me mire por gratitud, por bondad, por tener
aunque sea un pequeño gesto por los demás, por esos ancianos a los que la
lentitud de la hora es demasiado pesada para ellos.
Ahora que el tiempo se ausenta de mi reloj, es buen momento para
hacer algo por otros, gestos imperceptibles tan llenos de calor y color para el
que nada tiene.
5 comentarios:
¡Es triste hacerse mayor! De lo que estamos seguros es que la vida pasa para todos y más pronto o más tarde tendremos "las manos aradas". Saludos.
una reflexión un tanto pesimista aunque real. Hay muchos ancianos como los que describes pero también hay muchos que no permiten que la tristeza y la inactividad inunden sus vidas y luchan. Acuden a centros sociales, juegan al dominó, al mus o a lo que se tercie. Se convierten en abuelos-guardería o prestan su ayuda a Cáritas o a cualquier otro organismo que procure mejorar la vida de los que menos tienen. Esbozan siempre una sonrisa para recibir a sus hijos a o sus nietos aunque el lumbago les esté dando el día, y contagian así su alegría por seguir vivos porque solo se está vivo si se tienen ganas de vivir.
Besos
A medida que el tiempo se nos va somos más conscientes de todo... y generalmente más humanos.
Besos.
Un magnífico texto plagado de sensaciones humanas.
Pura poesía para plasmar una realidad que se me antoja dura, pero no exenta de pequeños detalles llenos de belleza.
Un beso
Con lo agradecidas que son las personas mayores cuando les regalan una sonrisa...se les ilumina la cara...
Besos.
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