Mi boca se abre con cierta frecuencia y mis ojos miran inquisitivos en
ademán de interpretar y comprender. Esa postura tan mía es la de esa niña que
una vez fue, sin arrugas, sin antifaces y la frescura de un mundo por
descubrir.
Y pese a quien pese en cierta manera la conservo en las cavernas de mi ser
y de vez en cuando emerge, se me escapa y campa a sus anchas poseyendo sus
propios registros, asombrándose que aún haya un mundo que la fascina a pesar de
las miserias que van disfrazadas de divos simplemente para hacerse un hueco en
las vida que les ha tocado en suerte o no, digiriendo además ese otro yo no
bien visto ni por unos ni siquiera por sí mismo, pero tiran hacia delante
convirtiéndose en un buey que no mira hacia atrás, pero que tampoco piensa en
lo que hay no vaya a ser que sus patas se hundan para siempre, y no puedan
seguir tirando de su carro íntimo y personal.
…Mis ojos de niña revestidos de mujer mundana se introdujeron en una esfera
muy distinta a la habitual. El olfato se imaginaba, absorbía aromas que había
imaginado, pero luego recordó que de imaginar nada. Hace mucho tiempo olfateó
un ambiente parecido cuando trabajaba en unos submundos que, aunque mal vistos,
en ellos encontré tanta vida y humanidad que fueron tesoro de experiencia (hubo
un tiempo en que trabajé para una revista, la dueña tenía una doble vida: por
las noches se transformaba y se convertía en una madame de un club de alterne)
El local donde entró mi niña grande estaba decorado con buen gusto y una
música incitaba a seguir el ritmo sin parar. Mi voz enmudeció, más de una vez
me preguntaron si estaba cómoda, si tenía sueño, si estaba aburrida o no me
gustaba el lugar. Yo respondía negando con la cabeza porque aún sin gente aquel
lugar me pedía a mi alma de niña y corazón de mujer diseccionar sus aristas, penetrar
en él por alguna rendija, y…comprender.
Al rato se fue llenando el bar, la música seguía excitando mis sentidos, yo
salí a fumar ya no por la querencia al humo en mis pulmones sino más el afán de
investigar las peculiaridades del local y sus inquilinos. Todos hombres y sin
ninguna diferencia a los que te topas en cualquier momento por la calle.
Terminé el cigarrillo mirando unas gotas tímidas que se hacían notar por el asfalto
y volví a entrar. Un par de hombres se cogían las manos con ternura y sellaban
un beso en una sonrisa plagada de incertidumbres. Una mujer bebía sola en la
barra, pero al volverse, seguro que notó mi mirada en su nuca, comprobé que era
un hombre con alma de mujer con melena de mechas tintadas de carmín y unos ojos
tan bien maquillados que se convertían en faros alumbrando un mar humano de
hombres que no se sienten hombres y entonces pensé ¡Ojala lo comprendieran y lo
aceptaran como yo!, pues para mí no eran distintos sino personas que buscan
lugares para sus intereses como cualquiera puede hacer.
Me senté y un micro escenario se iluminó apareciendo un ser extraño sin
identidad, o identidad mal asimilada. El personaje escénico era malo, no sabía
cantar y la gracia no era picante sino burda. Era joven, no más de treinta. Yo
le miraba con la boca abierta, la niña de mis cavernas se convertía en la más
crítica, la mujer que soy en la benévola que comprende pero que deja paso al pensamiento que para ser
distinto no solo hace falta disfrazar tu cuerpo y tu cara, sino sentir aquello
que llevas dentro y no forzarlo en una soez caricatura de ti mismo.
Mi niña me preguntaba “¿no tiene para comer y por eso hace esas cosas?” Yo
la miré con ternura, una ternura triste, desgajada de mentiras y la contesté “A
veces somos crueles hasta con nosotros mismos”
La puerta de La Lupe se cerró y yo caminé por las calles silenciosas con la
imagen colgada a mis pestañas de aquel muchacho que no sabía ofrecer
autenticidad ni para él mismo.
1 comentario:
Me has hecho recordar a gente que siempre ha estado desubicada en el mundo.
No por culpa de ellos.
Muy bien escrito.
Besos.
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