Cuántas veces buscas algo que no sabes qué es hasta que lo
encuentras. Yo lo llamo la chispa de la vida y la reconoces rápidamente…
Había sido una mañana de verdes, agua y azules. Mis ojos
buscones se perdían entre cañas, aneas, mansiegas y carrizos, mientras mi
corazón volaba detrás de las garzas. La mirada se había quedado prendida entre
aquel azul espumoso y el verde de sus orillas. Los oídos desajustados de tanto
ruido, había caído en el embrujo de aquel silencio sereno que se balanceaba en
las aguas de un lago sin fin. Entonces, ¿qué más podía esperar? Nada y sin
embargo aún me esperaba un toque de sorpresa en una esquina valenciana.
Era la hora de comer. Brindis, risas y buen yantar cuando decidí
salir a fumar. Me senté en el escalón de la puerta del restaurant. Al principio
dudé si sentarme o no. El lugar era lo suficientemente elegante para no pegar
una rubia de pelo alborotado con una copa y un cigarrillo, pero mi voluntad se
doblegó a la sensación que me produjo la acera de enfrente.
Un mínimo parquecillo, frondoso y bien cuidado. De repente
aparece un niño de unos seis años con la fuerza de un huracán montado en su
patinete. De piel tostada y pelo liso, destacaba de esa luz mediterránea que
recuerda siempre tanto a un cuadro de Sorolla: luz y más luz, después azul y
más azul. Los ojos del niño, de mirada ausente de peligro, estaban clavados en
un punto cuyo freno parece que fue el semáforo rojo. Un segundo movimiento
relleno de esa frescura y parsimonia que posee el mundo infantil, bajó de su
patinete y se agachó sacándose de sus tiernos pies las zapatillas que llevaba
puestas. Después, se saltó una pequeña valla que separaba el jardín de la acera.
Cuando sus plantas tocaron el frescor del césped, su cabeza se giró al cielo
apretando los ojos y extendiendo los brazos en amago de sentirse paloma. Una
vez que sus sensaciones se vieron saciadas, volvió a abrir los ojos y se
encaramó al primer arbolillo que encontró. En mí ya habían surgido muchas
sensaciones de placer mientras la sonrisa se escapaba de la boca.
Una voz le llamó “Vamos, Miquelot” Y con la elasticidad de un junco,
Miquelot bajó, se puso sus zapatillas y se perdió en el asfalto.
Entré, mis compañeras de viaje seguían enfrascadas entre risas y
copas y yo…, abstraída en un mar de emociones del color azul, verde y agua tratándolas
de ordenar en una vieja libreta.
¡Buen fin de semana, amigos!
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