Corría el año 1992, finales de octubre. Un otoño raro, de aguas quebradizas,
locas, y estériles. De carácter áspero y voz bronca, de nubes negras, más zahínas
que un toro bravo, me lo cuenta mientras
respira el aire fresco que, poco a poco, se congela en su memoria. Ni sol ni
paraguas, ella caminaba feliz a su nuevo destino. Llevaba un año
especializándose en entrevistas de trabajo. Había pasado por los despachos más
variados, había sido entrevistada por un abanico de personajes de lo más heterogéneo
y, con ello, aprendido aplomo, sonrisa y siempre mirando a los ojos, Todo había
surgido de la necesidad, no del dinero, y sí de ver un mundo más allá de las
fronteras entre un pañal y un guiso. Estaba en una edad en que la vitalidad
rezumaba por sus poros, y donde el campo aún no tenía barreras. Su carácter
extrovertido ayudaba a que mirara la vida con la virginidad de la ilusión y,
aún en la inconsciencia de la juventud, en dos ocasiones fue a entrevistarse
con sus dos hijos debajo del brazo; no tenía con quién dejar a los niños,
estaba sola en la gran ciudad, esas ciudades que te comen por dentro si no las
encaras desde el primer momento, y tampoco quería dejar pasar una oportunidad.
Eran años gloriosos en donde el trabajo fluía como agua de manantial, y siempre
tuvo suerte. Es cierto, me cuenta, que ella no picaba alto, consciente era que
si quería iniciar una profesión debía empezar desde el sótano; para subir
escaleras ya habría tiempo.
Aquella mañana de octubre, de agua fina, desapacible y sombría,
a ella se la antojaba de membrillo y albahaca. Subió los tres pisos andando
mientras el corazón era un saltimbanqui feliz por una nueva oportunidad. La
pasaron a una salita; se sentó, estaba sola. Al rato apareció un chico, rozando
la treintena, muy locuaz y vivaracho, con el que ella enhebró conversación de lo más
variada y divertida. En más de una ocasión, él protestó por el tiempo que les
estaban haciendo perder, llevaban más de una hora esperando. Pero ella le
calmaba argumentándole que más vale una buena entrevista, relajada y pausada,
donde estudien verdaderamente las posibilidades del candidato, y probablemente
el que había entrado delante de ellos debía merecer la pena por los minutos que
le estaban dedicando. No pasó mucho rato desde este último razonamiento cuando
la puerta se abrió y mandaron pasar al chico y no a ella, pero se encogió de
hombros y le despidió con una sonrisa franca, de esas que salen de dentro para
iluminar más de un ánimo compungido.
A los cinco minutos de haberse ido el muchacho, se volvió a
abrir la puerta y la indicaron que pasara al despacho número tres. Ella buscó
el número y llamó a la puerta. Alguien desde dentro la indicó que pasara y,
cuando empujó la puerta, la sorpresa fue mayúscula. Detrás de la mesa estaba
sentado un muchacho, alrededor de la treintena, que la recibía con la sonrisa
más luminosa que ella recordara y los ojos más pilluelos que ella hubiera
confrontado alguna vez. Sí, era el chico con el que había compartido más de una
hora de espera en amena conversación. Después del primer impacto, los dos se
echaron a reír.; una risa fresca, divertida y confidente.
-Bien, como ya te he preguntado todo lo que necesitaba, solo me
queda una duda. Bueno más que duda es una curiosidad… Si hoy tuvieras una cita,
¿con quién te gustaría cenar?
Ella hizo una mueca de complacencia, cerró los ojos, echó
levemente la cabeza hacia atrás y buscó una imagen, una voz, un comportamiento.
Vio con nitidez al hombre con el que la gustaría compartir mesa, mantel y
viandas, pero sobre todo hablar, preguntar, y curiosear en aquel hombre de
ideas claras, moralidad intachable, avezado economista y trabajador nato, cuyas
camisas siempre iban arrugadas, el nudo de la corbata mal hecho aunque sus
zapatos estaban invariablemente inmaculados.
Ella abrió los ojos y utilizando su expresión risueña plagada de
complacencia dijo:
-Con Rodrigo Rato.
Hoy, una tarde de primavera, de lluvia loca y aire levantisco,
muchos años después, ella me mira con los ojos entristecidos, una sonrisa
amable pero pegada al desencanto y su voz, desinflada de ilusión, me pregunta:
-¿Qué hizo la vida con nosotros dos? O más bien, ¿qué hicimos
nosotros con ella?
1 comentario:
Por aquella época también Mario Conde era el ídolo de los estudiantes de economía.
Bien urdido el relato. Siempre me pusieron nervioso las entrevistas de trabajo. Los entrevistadores me parecen inquisidores bien pagados.
Besos a punto de cerrar la pantalla.
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