No me gusta
conducir y siempre se me ha dado bastante mal. Pero hay fechas en el calendario
en las que no me queda más remedio que coger el volante y echarme al asfalto.
Recuerdo uno de
los regalos que más me han gustado en mi vida, tal vez por inesperado como por su
utilidad: un dos de agosto, Nuestra Señora de los Ángeles, mi marido me dijo “Vete
al aparcamiento”… Y allí estaba un flamante cochecillo azul; brillaba por los
cuatro costados, tan pulcro y disimulando sus pequeñas huellas de coche de
segunda mano... Sentir ternura por un coche es absurdo, lo sé, pero yo la
sentí, quizá fuera por el detallazo de mi marido que sabía que siempre estaba a
expensas de unos y otros para moverme del campo a la ciudad, y me quiso regalar
independencia o, la simple visión de aquel coche diminuto dispuesto a
llevarme al cielo si hacía falta.
Desde entonces,
mis hijos aprendieron a conducir con él y de mayo a octubre es el mejor chofer
del mundo. Tan pequeño y útil, parece que, cuando voy a comprar, que se estira
y se hace enorme. Además, me gusta porque es un coche sin pretensiones, ni
bonito ni feo, simplemente práctico que se amolda a mis necesidades. Según mi familia, mi coche
no sirve para nada, es más, le critican porque si pones el aire acondicionado,
el pobre pierde velocidad; me da igual lo que digan porque mi cochecillo, de un
azul desplomado por el tiempo, me regala muchos placeres cotidianos. No sólo la
independencia y la libertad, es que al caer la tarde igual me puede llevar al
chiringuito del pueblo, junto a la rivera del Pisuerga, que me lleva a las
casas de mis amigas. Entonces, bajo las ventanillas y el aroma a campo es
maravilloso. Él se pone en el carril derecho para no estorbar y vamos juntos
saboreando la paz castellana, el colorido de los campos que son amarillos, que
son verdes, que son alfombras pastoreando entorno a la ciudad. Mis ojos se
zambullen en la luz entrecortada de la última hora de la tarde en la que el
cielo se te acerca un poquito más después de un día caluroso, el horizonte también
se va estirando ofreciéndote un espectáculo de mullidas frambuesas y azules
desteñidos; si me retraso un poco y miro por las ventanillas, las estrellas se
cuelan en mi humilde coche hasta la puerta de casa. Le aparco y allí se queda
esperando a su ama hasta la próxima aventura.
En fin, pienso al
contaros la historia de un utilitario color azul desplomado que, a veces, según
tratemos ciertas cosas materiales, éstas cobran vida, belleza, para hacer de
nuestras horas más placenteras y
hermosas.
¡Buen fin de
semana, amigos!
1 comentario:
Un coche con alma con el que has hecho la mejor de las amistades.
¡Feliz fin de semana!
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