Hay días en que uno se despierta con el sabor amargo del fracaso y un
naufragio de derrotas viene a configurar la playa de tu presente repleta de
cascotes, vestigios ineludibles. Incluso la pereza por plasmar el aire que te
rodea se instala en tu ánimo a pesar de
que los pájaros en este verano que no termina de llegar, no dejen de cantar
desde el primer rayo de luz.
La envidia, la culpa, el remordimiento, la inseguridad…, compañeros de
viaje del ser humano instan a huir de la realidad de cada uno… Y cuando esto
pasa, hay paisajes internos anclados en el tiempo sin ánimo de reconversión que
animan a introducirte en ellos como salvoconducto de la debacle de tu ánimo.
El mío es… Sus valles silenciosos hablan de recogimiento, de una paz que
hoy en día es invendible. La serenidad del amanecer, el pausado viento azuzando
el estío entre montañas donde el eco se transmite en kilómetros de verdes
prados. Riachuelos de dulce soniquete nazarí. Abetos, árboles con aroma a
tierra, nubes enganchadas en cumbres sin borrascas. Lluvia fina y templada que
lava las hojas peregrinas como a tu alma ennegrecida no se sabe el porqué. Allí
se respira honestidad, y se me llenan los pulmones de credibilidad. Pájaros
anidando de árbol en árbol y tú como presente contemplativo… Cuando regreso de
ese lugar, presiento ráfagas de lucidez en mi persona, mi fe quebradiza es
menos endeble y el sentimiento de saberte pedir perdón, reconocer el daño a ti
o a otros y serte capaz de hacer borrón y cuenta nueva y, así, levantarte de tu
suelo pantanoso, comenzar a dar nuevos pasos antes de caer nuevamente porque
así es la vida.
Es un lugar bonito y tranquilo de mi conciencia donde me refugio cada vez
que el sol nace sin luz.
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