Este capítulo
bien podría llamarse “Chinos y agua”, menos mal que era la segunda vez que
visitaba San Petersburgo con lo que ya tenía
mis sensaciones grabadas en la memoria de lo que suponía aterrizar en
una de las ciudades más bellas de mundo. Mi tito según se acercaba el barco a
puerto gritaba “Rusia, el Boqui ya llega, por fin” pues era una de sus máximas
ilusiones pisar suelo ruso. A continuación se puso a llover como si no hubiera
un mañana; al pobre se le oscureció todo.
Si en ese momento
hubieran buscado chinos o japoneses en China o Japón, no los hubieran
encontrado. Todos estaban como sardinas enlatados en el Hermitage, ¡qué
horror!, creo que salí con los ojos rasgados y diciendo “Sayonara”, añadiendo,
claro está, la sensación de borrega detrás de la consabida rosa bailando el
charlestón para que no nos perdiéramos. Recordaba mi sensación cuando entré
hace cinco años en aquel palacio un octubre comenzando ya a nevar, deslizándome
por las salas sin obstáculos con un murmullo suave de fascinación de otros
turistas que como yo disfrutábamos de aquellas salas que parecían salones de
baile, yendo y viniendo a nuestro antojo y ahora aquello era un enjambre de
moscas cojoneras de codazos, empujones, de voces mezcladas, ¡una pesadilla!
Al salir de aquel
hervidero, el grupo respiramos aire, hasta agradecimos la lluvia. Una lluvia
tan estridente como loca. Nos refugiamos en la furgoneta para llegar a formar
parte de otra empanada de chinos en
la iglesia de San Salvador sobre sangre
derramada en la que se guisaba el olor humano, el agua chorreando de nuestros
chubasqueros, más empujones y los flashes que te cegaban…, y que en aquel
octubre en que me quedé fascinada de esa iglesia fuéramos una docena escasa de
personas, ¡manda decibelios!
Salió el sol y
nos alegró el ánimo al grupo de doce que hacíamos la excursión guiada. Nos
llevaron a comer a un restaurante delicioso a saborear comida rusa. Un grupo
encantador que hicimos risas de tanto
desbarajuste chinesco. Después de comer, un paseo por el río Neva y más lluvia,
más agua rabiosa. Yo me negué a ir en el interior del barquito porque las
vistas de las dos orillas de San Petersburgo eran maravillosas, así que el agua
rusa cayó sobre mí lavándome hasta las entretelas. A todo esto no he contado
que la ciudad estaba atascada de cabo a rabo con lo que se nos echó el tiempo
encima y tuvimos que volver al barco.
El segundo día se
nos dio muy bien; menos chinos y menos agua, pero con chinos y agua, eh, pero
al menos pudimos respirar. Fuimos de compras, vimos el palacio de Catalina
que
de tanto dorado, salimos muy doraditos todos. Estuvimos en la catedral de San
Nicolás que me pareció bellísima, el metro
, la catedral de San Isaac, la
avenida Nevski, fortaleza de San Pedro y San Pablo, el palacio Perhof y nos
volvimos al barco con una soberbia empanada, porque ver en cuarenta y ocho
horas San Petersburgo es un tanto heavy.
Pero a pesar de
eso, disfrutamos mucho porque nuestro grupo
era una amalgama de gente de buen
rollito y mis tíos volvieron encantados y para mí era lo más importante.
Observar sus ojos fascinados, sus caras de placer, la sorpresa intrínseca en
sus gestos, bien merecía haber soportado tanto chino. Sentir a los tuyos
felices, no tiene precio.
Eso sí, cuando
llegamos al barco me fui a popa a por mi Martini y el de mi tito. Subían en el
ascensor un par de chinos. Me cambié de ascensor. Mi mente no estaba preparada
para una ración extra de chinos.
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