En la urbanización donde vivo en Madrid hay un pequeño
parquecillo redondo. Lo cuida un jardinero rumano muy trabajador y de gusto
exquisito; más de una vez le he pillado hablando con las flores. No sé lo que
decía pero con solo mirar la expresión de su rostro, entendía que eran palabras
amorosas a la naturaleza.
El parquecillo en cuestión posee cuatro bancos que cuando se
va el barniz de la madera, el jardinero los devuelve su esplendor. Está rodeado
de nueve árboles no excesivamente altos, aunque sí muy frondosos. Ocho son de
cuerpo esbelto, y uno es rechoncho como un hombre gordito, sin embargo es el más
bello pues cuando termina su cuerpo rollizo y barrigudo, extiende tres brazos igual de regordetes
hacia el cielo y de ellos penden millones de hojas.
Es un espacio multiuso, igual se celebra un cumpleaños
infantil que partidos de petanca, o en tardes de primavera bajo sus sombras te
sientas a leer. En el medio del parque hay una farola que esparce al anochecer
una luz amarillenta.
Esta mañana cuando bajé con al perro, la niebla estaba enganchada
en los árboles, apenas se veían los bancos y me senté en uno de ellos que está
justo debajo del árbol regordete; un par de ramas caían lánguidas hacia el suelo y con
ellas se desplomaba un trozo de niebla que parecía algodón. Comenzó a caer un
sirimiri pero, como la copa del árbol es muy ancha, se convertía en paraguas, aunque de las dos ramas descolgadas cambiaron las volutas de niebla por agua cristalina
y fresca, y sus hojas verdes brillaron frente a la niebla. Cuando me fui del
parquecillo salía transportada, como si hubiera estado en una irrealidad.
Ha caído la noche, no hay niebla ni lluvia. Vuelvo a bajar
al perro al parquecillo. Su suelo no es terroso como el de la mañana, sino
alfombrado de hojas amarillas. El único requiebro en el silencio es el vaivén
de las hojas acunándose unas a las otras. La luz amarillenta de la farola
invita a sentarte; me he sentado y he encendido un cigarrillo abstrayéndome
en el placer simple cuando, de pronto, he oído un ruido y el vuelto la cabeza.
Un gato se ha subido al banco e ignorándome se ha sentado. El perro lo ha
visto, se han mirado y, sin inmutarse mi perrillo, se ha subido al banco también
y se ha sentado.
“Lástima de no tener el móvil para hacernos un selfie” He
pensado mientras me encendía otro cigarrillo y comenzaba a llover.
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