Volvía a casa
feliz con la sonrisa prendida en una esquina del corazón pues el día había sido
fructífero en alegrías menudas por las ocurrencias de una madre que a veces se
convierte en niña y te provoca carcajadas y sobretodo mucha paz, incluso
compartimos en el jardín el rumor del agua en una fuente rodeada de flores
mientras la tarde se hacía ceniza y hollín. Al volver a casa y mientras el
coche zambullía kilómetros, miré por el parabrisas a ver si había encendida
alguna estrella cuando, de pronto, una
voz en la radio presagiaba palabras que iban a retorcer como un trapo
impregnado de estiércol mi presencia de ánimo. Muy bien no entendí el mensaje
al estar colgada mi mente entre la carretera y las sensaciones y mis ojos
buscando estrellas, pero el hombre que hablaba insistía en hablar de una playa
gris, de un mar sepulturero, de un jersey rojo…, unos pies pequeños. Aquellas
palabras deshilachadas me dejaron intrigada, con la intuición cosida a malos augurios,
aunque después de escuchar, leer y ver cada día tanto drama pululando en el
aire, el corazón late al ritmo de un cartón no sintiendo la realidad de la
desgracia de muchos como algo tuyo.
Cuando llegué a
casa, agradecí una copa de buen vino, un cigarrillo de placer, la mirada
amorosa de un marido, las noticias de unos hijos aventureros, el calor del
hogar. No me faltaba nada, las necesidades básicas de un ser humano y más, las
tenía completas, incluso sobredimensionadas, y me dispuse a ojear la prensa
digital. No tuve que buscar nada para comprender, visualizar y sentir las
palabras del hombre de la radio. El símbolo de un drama ante mis ojos
inmovilizados ante una figurilla que más bien parecía un muñeco perdido en una
playa de aguas sin color bajo un cielo carbón. Unas piernitas que parecían dos
palillos cuyo fin eran estar enganchadas a un par de zapatos del tamaño de un
juguete. El cuerpecillo del muñeco iba revestido de una camiseta roja, tal vez
el presagio de la sangre derramada, de la incontinencia verbal que nada dice,
de ojos que vuelven la mirada hacia otros infinitos para no ensuciar sus vistas
mancilladas, y no escuchar el llanto mudo de aquel muñeco en una playa, Cuando
pude recuperar el latido, leí palabras sueltas como la muerte de un ruiseñor o
la vergüenza de Europa…, palabras huecas. Claro que al periodista de turno que
le toco semejante labor de descifrar en una columna aquella foto, estaría tan
atolondrado por el impacto que solo sentía escarnio ante aquel cuerpecillo
indefenso y silencioso vestido de rojo pasión.
Mi mente estuvo
en blanco un buen rato hasta que tartamudeando pensamientos, pude coser
medianamente una idea: si la imagen de ese ruiseñor, cuyo vuelo no pudo
remontar la indiferencia y el egoísmo de nuestras posturas, sirviera, para los que hoy hemos catapultado
los ojos en esa imagen cruel, para ser un poco mejores, habría valido la pena…
Fue mi único consuelo mientras mi mirada
se topaba con una percha en la cual estaba una camisa colgada. La había
comprado ese mismo día por tan solo diez euros. Diez euros que no era dinero y sin
embargo diez euros para millones de personas que no conocía y que nunca
sentiría ningún apego por ellas, diez euros serían simplemente una fortuna.
Apagué la luz
para no ver mi bochorno y obscenidad.
1 comentario:
Estoy seguro que una gran cantidad de europeos vivimos muy por encima de nuestras necesidades básicas. Lo expresas muy bien con el ejemplo de tu camisa de 10 euros.
También estoy convencido que una sociedad que tuviera unos pastores con corazón sabría encontrar institucionalmente los caminos para deshacerse voluntariamente de todo ese excedente privado que -cambiado de manos- haría un bien inmenso a los que lo recibiesen; pero sobre todo, a los benefactores.
Mucho suena lo de la crisis económica, pero esta es solo una consecuencia de la crisis de valores. Esa es la que más nos debería espantar, porque es la que nos ha de llevar de cabeza al abismo.
Un beso, amiga. Qué pases buen fin de semana.
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