“Mi padre me decía a
menudo ¿ves esas nubes, distingues sus formas cambiantes? Y me mostraba
entonces, en el cielo mudable, la aparición de unos seres extraños, quiméricos,
maravillosos” Odilon Redon
… Ha amanecido gris, el día no es azul. Tal normalidad me ha
parecido anormal; después de tantos meses vestidos de azul, el gris se me
antoja extraño. He cogido una taza de café entre mis manos y he salido al
balcón y, cuánto más miraba al gris, más fascinante me parecía el tratamiento
de la luz en un gris ¿Cuántos pintores estarían mirando hoy este plomizo, esa
capota de hollín interminable sobre nuestras cabezas? A veces sombrío, otras
plata, blanquecino… Tantas tonalidades en un mismo color.
Y este gris, tan sombrío y apagado, me hace recordar los
desencantos con los cuales a veces nos vestimos. Y es que la vida es una historia interminable
que finiquita cuando menos te lo esperas, ¿lo habéis pensado mientras os
aliviáis de plomo? Repleta de sinsabores, amarguras torcidas que nos hacen
trasplantar nuestras agonías en el jardín de otros y, así, marchitar sus
primaveras. Cosemos y recosemos las costuras, hasta que nos llenamos de
remiendos convirtiéndonos en muñecos de trapo en manos de quienes parecen que
nos quieren y, sin embargo, meten sus dedos afilados en las costuras que tanto
nos costaron cerrar hasta que nos rompen. Vidas truncadas, caminos de cactus,
años grises sin soles ni lunas, cuánto nos cuesta conocer las horas de esos que
nos tragan a borbotones porque les hiere nuestra sonrisa…, es tan difícil
ponerse en el lugar del que sufre hasta conectar su herida con tu aliento; casi
nunca se consigue. Pero me niego, nos
debemos negar todos a ser arrastrados
por esas nubes negras que nos impiden ver la luz… Porque la vida, además de
sombras, hay cantidad de rayos luminosos, o de esos grises de algodón
blanquecino en los cuales nos podemos balancear mientras recuperamos el sosiego
y la luz vuelve, vuelve a ser inmensamente gris, hermosa y etérea.
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