El placer de la
lentitud lo descubrí después de tocar con mi cabeza el infierno… Es tan
alentadora y reconfortante que te hace vivir dos veces: cuando pasa y, después,
cuando rememoras aquellos instantes fugaces, pero tan plenos de vida. Es como
si abrieras las compuertas de tus sentidos y percibieses lo que pasa a tu
alrededor con tan sólo guiarte con el tictac de la lentitud… Era un largo
pasillo, a un lado puertas con su número correspondiente y, al otro lado, ventanales
desde donde ojos anónimos se quedan mirando como el tiempo se escurre de la
vida.
Largo y silencioso
donde hasta los pasos son afónicos y las voces susurros temerosos. Es un
pasillo de paredes azules, color para el sosiego. Cada día pasean pies arrastrando
una enfermedad, pasos desesperados mortificándose mientras esperan a esa mujer
de bata blanca, nariz respingona, ojos agudos que miran de frente aunque sus
facciones no pueda eludir cierta timidez.
Metros de pasillo
donde Beatriz cada día desenreda la realidad de la verdad, verdad a veces dura,
irremediable pero que ella encara con decisión, con profesionalidad. Un pasillo
lleno de lágrimas furtivas, llantos descontrolados a los que Beatriz trata de
explicar lo que hay, con la nitidez y lenguaje propios para ser entendida y a
la vez no herir más de la cuenta.
Esta mañana me
emocionó contemplar a Beatriz cómo se esforzaba en que un final inminente fuera
lo menos doloroso posible; cuando se volvió hacia mí su empatía se había
contagiado de la pena de dos mujeres y, como ellas, lloraba mientras me
regalaba una sonrisa antes de referirme los resultados de mi madre.
No creo que tenga
más de treinta o treinta y dos años y he sentido como esa mujer de bata blanca
había nacido para ejercer la profesión de médico.
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