Cuando estás junto a un anciano,
puedes mascar el sabor insípido de la nada, ese vacío existencial que se va
apoderando de ellos. Además, tienen un reloj biológico que marca un tiempo,
pero nunca un momento, una hora. La prisa para ellos ha perdido el estímulo de
llegar a un puerto y la vida ha borrado el color de las sensaciones; el sentido
de las cosas ya es desconocido para ellos. De ahí que el talante emocional que
tú emplees sea tan importante para arrojar luz a esas vidas que se disipan no físicamente,
pero sí mentalmente.
Una vez oí que la vida enhebra pañal
y mortaja y que antes de volver al polvo, en muchos ancianos se recrean en el
pañal sin darse cuenta que una vez fueron adultos vibrantes y que por sus poros
corrieron las sensibilidades más hermosas.
Ayer, a una hora incierta de la
tarde en que la luz se desvanece y que sin embargo nos regala los últimos
destellos de color luminoso, salí a pasear con mi madre sin rumbo y con
intención de quemar una etapa más. Pero mi sorpresa fue encontrarme con el afán
de saber mirar por las dos. Mirar con cariño, un mirar condescendiente y
comprensivo. Sentir el latido de la vida en la mirada presintiendo con la vista
lo que a simple vista no se ve.
Me afané en despertar la
curiosidad de mi madre a través de mi voz, tecleando cada palabra de
entusiasmo, descripciones vivas de aquello que correteaba a nuestro alrededor.
Nuestra primera parada fue delante de un árbol bellísimo en la calle Gamazo,
frente al hotel Felipe IV; estaba plagado de flores, entre el rosa y el malva.
Tanto me adentré en ellas para que mi madre pudiera percibirlas en su
imaginación, que terminé viendo que no eran flores sin más, sino una cascada
inusitada de claveles ensortijados en multitud de ramas, ella apenas me prestó
atención, no obstante hice fotos.
Seguimos nuestro paseo
perdiéndonos por uno de los rincones más bellos de Valladolid: el campo grande.
No obstante vi peligrar mi empeño de perdernos por aquel paraje frondoso con
multitud de matices verdosos. Ella me decía que saliéramos de allí pues aquel
lugar la producía sensación de tristeza, de soledad, pero yo me hice la sorda y
seguí caminando empujando la pesada silla de ruedas que ayer se me antojaba una
pluma. Volví a mi narración salpimentada de recuerdos infantiles hasta que
logré que mi madre volviera a despertar de su letargo. Y hubo un momento
mágico: me quedé fascinada mirando la fuente de la pérgola que mi voz enmudeció
y, cuando mi cabeza volvió a la realidad, no era yo quien hablaba, sino mi
madre contándome mil y un recuerdos. Cerré los ojos para que mi memoria grabara
aquellos instantes en que mi madre había resucitado. Pero como en los cuentos,
era la hora de volver a la residencia aunque aún nos dio tiempo para que ella
me pidiera las fotos que había hecho y se las enseñara a sus compañeras de
viaje.
Cuando volví a casa, encendí la
televisión, jugaba mi Atleti. Me puse una copa, encendí un cigarrillo,
sintiéndome una persona muy afortunada.
1 comentario:
Que bonito lo describes. Tus palabras llenas de poesía me han llegado al corazón.
Un abrazo.
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