miércoles, abril 15, 2015

PASEANDO CON MI MADRE

Cuando estás junto a un anciano, puedes mascar el sabor insípido de la nada, ese vacío existencial que se va apoderando de ellos. Además, tienen un reloj biológico que marca un tiempo, pero nunca un momento, una hora. La prisa para ellos ha perdido el estímulo de llegar a un puerto y la vida ha borrado el color de las sensaciones; el sentido de las cosas ya es desconocido para ellos. De ahí que el talante emocional que tú emplees sea tan importante para arrojar luz a esas vidas que se disipan no físicamente, pero sí mentalmente.
Una vez oí que la vida enhebra pañal y mortaja y que antes de volver al polvo, en muchos ancianos se recrean en el pañal sin darse cuenta que una vez fueron adultos vibrantes y que por sus poros corrieron las sensibilidades más hermosas.
Ayer, a una hora incierta de la tarde en que la luz se desvanece y que sin embargo nos regala los últimos destellos de color luminoso, salí a pasear con mi madre sin rumbo y con intención de quemar una etapa más. Pero mi sorpresa fue encontrarme con el afán de saber mirar por las dos. Mirar con cariño, un mirar condescendiente y comprensivo. Sentir el latido de la vida en la mirada presintiendo con la vista lo que a simple vista no se ve.
Me afané en despertar la curiosidad de mi madre a través de mi voz, tecleando cada palabra de entusiasmo, descripciones vivas de aquello que correteaba a nuestro alrededor. Nuestra primera parada fue delante de un árbol bellísimo en la calle Gamazo, frente al hotel Felipe IV; estaba plagado de flores, entre el rosa y el malva. Tanto me adentré en ellas para que mi madre pudiera percibirlas en su imaginación, que terminé viendo que no eran flores sin más, sino una cascada inusitada de claveles ensortijados en multitud de ramas, ella apenas me prestó atención, no obstante hice fotos.
Seguimos nuestro paseo perdiéndonos por uno de los rincones más bellos de Valladolid: el campo grande. No obstante vi peligrar mi empeño de perdernos por aquel paraje frondoso con multitud de matices verdosos. Ella me decía que saliéramos de allí pues aquel lugar la producía sensación de tristeza, de soledad, pero yo me hice la sorda y seguí caminando empujando la pesada silla de ruedas que ayer se me antojaba una pluma. Volví a mi narración salpimentada de recuerdos infantiles hasta que logré que mi madre volviera a despertar de su letargo. Y hubo un momento mágico: me quedé fascinada mirando la fuente de la pérgola que mi voz enmudeció y, cuando mi cabeza volvió a la realidad, no era yo quien hablaba, sino mi madre contándome mil y un recuerdos. Cerré los ojos para que mi memoria grabara aquellos instantes en que mi madre había resucitado. Pero como en los cuentos, era la hora de volver a la residencia aunque aún nos dio tiempo para que ella me pidiera las fotos que había hecho y se las enseñara a sus compañeras de viaje.

Cuando volví a casa, encendí la televisión, jugaba mi Atleti. Me puse una copa, encendí un cigarrillo, sintiéndome una persona muy afortunada.

1 comentario:

Maripaz dijo...

Que bonito lo describes. Tus palabras llenas de poesía me han llegado al corazón.
Un abrazo.