Ayer, a la caída de la tarde, salí a pasear con Frost y me encontré que el
atardecer ya no es de paja y heno, sino silencioso y solitario. El perro iba de
verja en verja buscando a sus amigos y, mientras yo veía un candado en cada
puerta, él gemía por la usencia de sus colegas; no obstante levantaba la pata
dejando su huella por si volvían que supieran que había estado allí. Seguimos
buceando en las calles y solo el ruido de nuestras pisadas, chascando las hojas
muertas, nos acompañó. Un fino aire del norte se cruzó en nuestro camino
revolviendo mi pelo pintado del color de los limones, una huella más del sol
que vino para no quedarse, y que me hizo sentir aún más las ausencias. Mis
ojos, dos cielos entristecidos, se volvieron a mirar las casas vacías
convertidas en fantasmas de un verano. Frost movía las orejas, pendientes de
mis gestos, esos que son tan importantes para una mascota, siempre ligada a las
incertidumbres y alegrías de su amo, pero a pesar de la pena que me producía
esa soledad de abandono, el perro movía
su rabo de cerdito valiente, contento de compartir aquella aventura de desamparo
y desolación. Así seguimos gateando por toda la urbanización sintiendo a veces
el calor de la vida a través de alguna ventana encendida, pero sin abandonarnos
ese silencio tan sonoro que da la desaparición del hombre, las voces
alborotadas de los niños.
Ya era de noche cuando volvimos a casa, helados y encogidos por esa lluvia
que no se deja sentir si no es por la huella que deja en nuestros cuerpos.
Después de secarnos, miré por la ventana y allí estaba en el jardín la pérgola
para tardes perezosas tan solitaria y abandonada como yo misma me sentía. Me volví
par comenzar el ritual de las tardes de invierno, tardes lisas sin esquinas ni
dobleces: música, lectura, una copa de vino para acompañar a la penumbra,
mágica para la concentración y las letras, no sin antes haber guardado en el
cajón de los recuerdos la nostalgia del verano, esa morriña de la cual nos
cuesta desprendernos por versátil, multicolor y alegre.
Me acomodé en el sofá con una manta suave de leve olor a limón, que
acaricia pero no aísla y, a continuación, Frost se acomodó a mi lado. Sí, ya
estábamos ambos preparados para recibir al otoño.
2 comentarios:
Un manera muy bella de dar la bienvenida al otoño.
Te envío un beso.
Muy bella la entrada. Se ha de estar atento a las emociones y a un paisaje verdaderamente espectacular para recibir a la nueva estación. Besos.
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