El día amaneció
mentiroso; un sol bajo un cielo azul, tal azul que era hielo. Después, mutó al
gris que presagia nieve en las montañas.
El Km 0 de Madrid
despertaba perezoso aunque con su bullicio habitual porque mientras en otras
calles la noche duerme, el centro de Madrid no duerme jamás, sólo entorna los
ojos mientras las campanadas gorgotean cada hora. Y cuando yo he llegado un
racimo de barrenderos limpiaba el suelo por encima, sin ganas, el gracejo de la
escoba les delataba, y sus cabezas eran un puro interrogatorio, la incógnita si
se arreglaría la huelga maldita. Los comercios aún permanecían cerrados, no así
la iglesia del Carmen a la que entraba un rosario de fieles a rezar, a esperar,
a guarecerse del frío, a meditar…, quién sabe. Yo les imité, pero antes de
subir las escaleras me llamó la atención una maleta andrajosa y una manta que
se movía, al instante apareció de aquella lana sucia, la cabecilla de un perro.
Me miró con esa expresión que sólo los chuchos nos regalan: tierna, lastimera,
cariñosa y pedigüeña; me provocó la primera sonrisa del día. Dentro de la
iglesia se estaba caliente, un silencio roto por un canto gregoriano muy bajito
que te obligaba a sentarte y meditar. Una luz casi apagada con el consuelo de
múltiples y diminutas velas te conducían a rezar; cada uno a su manera porque
todos los caminos llevan a un Dios… Hasta los que no están alumbrados por la fe,
se recogen en sus rezos tan íntimos, personales y válidos como el de cualquier “mea-pilas”.
Al rato volví a
salir a la calle, ésta olía a café y churros; un perro canela aguardaba en la
puerta de un bar; no quitaba ojo de la entrada. Me quedé parada observando y
enseguida me di cuenta, por el movimiento incesante de su rabo, que su amo ya
salía. Un indigente cuya cara no se apreciaba por la espesa barba salió del café;
el chucho se abalanzó sobre él. El mendigo le pidió que se sentara y así lo
hizo, sin titubear. El hombre, entonces, sacó de su bolsillo un churro y,
sonriendo a su can con tal felicidad que pensé que este hombre tan sucio, tan
mal amañado, seguramente era más rico que muchas fortunas presuntamente
conocidas; el perrillo se comió el churro y ambos se perdieron calle abajo.
Continué hacia mi
destino, pero éste de nuevo se vio interrumpido; una muchacha, como salida de
la década de los sesenta, rasgaba una guitarra, su voz imitaba a la de Joan Báez.
Su compañero, un perro azabache, jugaba mientras con una pelota. Los pocos
viandantes que pasaban por allí rascaban sus bolsillos cayendo las monedas en
un plato. Al acabar de cantar la chica, recogiendo el dinero y la mochila, dijo
a su perro ¡Vámonos, Alimaña, ya tenemos para desayunar!
Les vi partir hasta
que mis ojos les perdieron entre la marea de turistas que se acercaba.
El reloj de la Puerta
del Sol daba las diez campanadas. Un gigante árbol de navidad esperaba ser
terminado de decorar. Las puertas de los comercios se abrieron con alegría y yo
desaparecí por un subterráneo en pos del metro, no antes sin echar el último
vistazo al Km 0 de una ciudad que habla sin necesidad de usar las palabras.
¡Buen fin de semana, amigos!
1 comentario:
Siempre es un enorme placer pasear por tu exquisita narrativa.
¡Un abrazo!
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