Hoy Madrid se ha
despertado soso, insulso. El cielo es
del color de una cubeta de hielo sucio; no es de ese gris plomizo que amenaza
lluvia con el discreto encanto del agua por venir, ni siquiera la luz que
despeja al día es tamizante para que puedas encontrar la calidez del gris nostálgico…
ni eso. Sin embargo el día me ofrece otras cosas como las sonrisas francas de
mis compañeras de clase de arte, la forma esencial y lúcida de entender la vida
de algunas de estas mujeres, la franqueza comunicativa de otras al intercambiar
ideas…, bueno, ellas, porque yo cada vez puedo hablar menos por esa memoria
huidiza que me deja al pie de lengua una
frase que no acabo de rematar porque se me ha olvidado lo que iba a decir. Así
que me dedico al otro ejercicio igual de placentero (y menos arriesgado, todo
sea dicho de paso) que es el de escuchar, pero escuchar acariciando el silencio
de concentrarte y asimilar las palabras de los otros. Porque cuando escuchamos
y somos conscientes de lo que estamos haciendo te introduces en un formato
íntimo, un espacio interior de una belleza exquisita. Y es que si nos paramos a
pensar un instante, de todo lo que los demás intentan decirnos a lo largo del
día, ¿realmente cuánto escuchamos? Tal vez porque estemos deseosos de ser el
centro de alguna parte, o porque necesitemos vomitar lo que nos carcome… El
caso es que cuando las luces se adormecen al final del día, personalmente, me
he enterado de muy poco de los otros, lo frágil y endeble que es a veces la
relación con los otros y, ¿por qué? Porque no escuchamos, porque, quizá, seamos
la sociedad del desengaño y hayamos determinado, aún sin ser conscientes, de ir
a lo nuestro.
Pero el caso es que
tengo la sensación, y ésta no me abandona según salgo al mundo hasta que me
desintegro con la última luz, que somos más solidarios, que estamos más
comprometidos, más sensibles al sufrimiento de los otros. Así que somos sordos
pero a cachos, ¿no? O tal vez nuestras almas estén a ratos dormidas para
escuchar el canto de tu semejante.
Me
tendí sobre la hierba entre los troncos
que hoja a hoja desnudaban su belleza.
Dejé el alma que soñase:
volvería a despertar en primavera.
que hoja a hoja desnudaban su belleza.
Dejé el alma que soñase:
volvería a despertar en primavera.
Nuevamente
nace el mundo, nuevamente
naces, alma (estabas muerta).
Yo no sé lo que ha pasado en este tiempo:
tú dormías, esperando ser eterna.
naces, alma (estabas muerta).
Yo no sé lo que ha pasado en este tiempo:
tú dormías, esperando ser eterna.
Y
por mucho que te cante la alta música
de las nubes, y por mucho que te quieran
explicar las criaturas por qué evocan
aquel tiempo negro y frío, aunque pretendas
de las nubes, y por mucho que te quieran
explicar las criaturas por qué evocan
aquel tiempo negro y frío, aunque pretendas
hacer
tuya tanta vida derramada
(era vida, y tú dormías), ya no llegas
a alcanzar la plenitud de su alegría:
tú dormías cuando todo estaba en vela.
(era vida, y tú dormías), ya no llegas
a alcanzar la plenitud de su alegría:
tú dormías cuando todo estaba en vela.
Tierra
nuestra, vida nuestra, tiempo nuestro...
(Alma mía, ¡quién te dijo que durmieras!) José Hierro
(Alma mía, ¡quién te dijo que durmieras!) José Hierro
¡¡¡Buen fin de
semana, amigos!!!
3 comentarios:
Tienes razón. Escuchar al otro es esencial para comprenderlo y comprendernos. Y hay muy pocas personas que se interesan por escuchar.
Buen fin de semana, amiga.
Vaya regalazo nos has dejado hoy Mª Angeles, acaricia los sentidos. Un beso grande y buen fin de semana.
Me temo que tenemos anestesiadas nuestras almas.
Besos.
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