Hoy ha amanecido
despacio, bostezando los primeros rayos rojizos en muchos días en el que el
cielo se obstinó en abrir los ojos ahumados de gris.
Al rato, bajé al jardín
con mi perro y su trote eran saltos alegres de bienvenida al día, como
queriéndole atrapar. Entre las ramas desnudas, aunque repletas de yemas
delicadas, se colaba un sol tibio; mirarlo no hacía daño, era aún demasiado
benjamín y, fue, cuando los descubrí: una aglomeración de pajarillos, inusual
en esta época de fríos tan pegados a la
tierra, se arremolinaba en esos ramales desabrigados, expuestos sus esqueletos
a la intemperie del crudo invierno. Saltaban haciendo verdaderas acrobacias,
extendiendo sus diminutas alas en un vals de silenciosos compases. No así sus
voces que me regaron los tímpanos de una música celestial.
Cerré mis retinas para
atrapar aquel momento y que, éste, corriera por mis sensaciones como una
manantial de agua fresca rodando desde la montaña.
Me invadieron dos
emociones que mi letra, aunque acostumbrada a trasladar al lector mis
percepciones así como a entretenerle, se vio empobrecida por encontrarse
limitada a portear aquella paz tan hermosa como la sencilla alegría del
momento.
Volví a casa llena
de primavera a sabiendas de que los fríos se han vestido de lobos que parecen
incapaces de hacer daño a la vida que está por nacer.
2 comentarios:
Lo reflejas de maravilla en tu prosa.
Besos al calor de la lumbre, como en los viejos tiempos.
Vine a verte y a decirte que no me he olvidado de ti.
Un abrazo
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