Tengo La costumbre de soñar despierta, cerrar los ojos y comenzar a volar. Los escritores tenemos la ventaja frente al resto de vivir otras vidas sin movernos de una silla; tan sólo necesitamos un teclado o un folio en blanco. A veces, en nuestros vuelos rasantes, tardamos en volver a tierra, la máquina del tiempo nos ha llevado tan lejos que nos vemos inmersos en un mundo que nos cuesta abandonar. Incluso si volvemos, hacemos un descanso e iniciamos rápidamente el vuelo para retomar la historia en el punto que la dejamos. Otras, queremos y no podemos. La imaginación no arranca por más que tus ojos estén clavados en la pista. Ésta se halla limpia, inmaculada y sin embargo no hay forma de perfilar nada, ni una imagen. De vez en cuando miras un reloj que marca una hora que no quisieras ver, pero está ahí para recordarte que tu tiempo se acabó, que debes salir de la cabina porque otro mundo, dicen que el real, te espera. Te levantas apesadumbrado aunque en tu fuero interno te vas diciendo”mañana será otro día”. Quizá por eso, ante el temor de no poder volar siempre tengo a mano papel y lápiz, la cacería de una idea, algo que te llame la atención, puede presentarse en el lugar más insospechado. A mí, muchas veces, en el autobús: una voz, una tez bruñida, un gesto, son suficientes para desencadenar una catarata de ideas.
Anoche me pasó algo muy extraño: estaba muy cansada y la cabeza hueca pero, de repente, un silencio, inusual para esa hora, vino a hacerme compañía. Le invité a sentarse junto a mí, en el suelo donde me hallaba tirada entre un montón de papeles que no me decían nada por muchas letras que estuvieran condensadas en ellos y me sugirió cerrar los ojos e imaginar. Solté lastre rápidamente y en un instante desperté en un salón decimonónico de un hotel parisino. Recuerdo que estaba sentada junto a un ventanal desde donde podía ver cómo la niebla sucumbía al hechizo de los Campos Elíseos, sólo las diminutas bombillas colocadas sobre los árboles emergían del tapiz blanquecino. Estaba sola y desde algún lugar de la estancia presentía murmullo de voces y sobre ellas se alzaba el sonido de un piano invocando jazz. Por unos instantes cerré los ojos, el placer, la calma, el deleite, eran inmensos. Volví a abrir los ojos con calma para enfrentarme con una vela, puesta en la mesa bajita, que jugaba con su llama a atrapar sensaciones; aún sentí más serenidad, si cabe. Un camarero muy ceremonioso, vestido con una levita delicadamente acoplada a su cuerpo, se acercó a mí trayéndome una taza humeante que despedía un penetrante aroma afrutado. Con una simple reverencia se apartó de mi campo visual y me hallé frente a una taza de chocolate a la canela con todo el poder afrodisíaco y sensual de la reina de las especias. Comencé a manchar mis labios en el borde de la taza a la vez que su aroma se refugiaba en mi nariz y mi lengua cataba su suave textura. Después, cuando su calor se fue disipando, el sabor de aquel cacao del Caribe corrió por mi garganta de una forma lenta aunque decidida, dulce y enérgica hasta que por más que incliné la taza, mi orgasmo chocolatero había finiquitado. Aún así, me dio tiempo a encender un cigarrillo pausadamente y volver a mirar por el ventanal cómo la niebla jugaba a esconder el Arco del Triunfo… Una vocecilla lejana me sustrajo de aquel paraíso:
-Mamá, ¿me cuentas un cuento?
Mi tierna realidad me acaba de despertar… Mañana será otro día.
5 comentarios:
Que me habrá pasado que me tuve que hacer un chocolate calentito????
que descripción niña! me gusta el chocolate aromatizado con especias, me recordaste ¿sabes? a la pelicula de Chocolat!!!
Mujer, haber invitado a tu tierna realidad a tomar un chocolate en ese salón decimonónico...con lo interesante que estaba!! Y qué bueno el chocolate, espero que al tomarlo de forma virtual, no vaya a las caderas de forma real, jeje. Un abrazo, guapa.
Precioso...Yo
Ya me están entrando ganas del chocolate calentito y además por lo visto te salió tirado de precio.
Saludos y que lo aproveches.
A mi me entran ganas de
escribir como tú.
(De chocolate caliente también)
besos,
ana.
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