jueves, diciembre 01, 2016

PEQUEÑAS HORAS, GRANDES DÍAS

Ya he perdido el miedo o el respeto al metro. Hubo un tiempo en mi vida que pasear por el subsuelo arrastrada por gente, subir y bajar escaleras mecánicas, zambullirme en una lata sardinas que era el vagón, tenía que cerrar los ojos para que el aire siguiera entrando en los pulmones, para omitir aquella multitud de rostros sin cara que destripaban mi escasa energía, pero  aquel tiempo pasó como una nube de aguacero en la que resistí el chaparrón y salí con pequeñas muescas en el alma, eso sí, de por vida.
Pero ayer me subí, o me bajé del metro como un pasajero más que navega por la gran ciudad. Iba a una cita, un compromiso. Trato de eludir compromisos si no me gustan, pero este no supe decir que no. Una voz amable me llamó la noche anterior. Un matiz, una expresión, no sé qué fue. El encuentro sería en un emblemático edificio al que le tengo cierta aversión por ser el buque insignia de un grupo social que siempre me ha dado repulsión, antipatía. Un grupúsculo snob y prepotente cuya voz y postura ante la sociedad es de denuncia aunque luego sus hechos, sus obras, vayan por otros derroteros muy distintos a sus denuncias; por eso les rechazo. Siempre creí que la palabra y la obra debían caminar juntas y hacerse ver unidas, acordes. En fin, ha llegado un momento en mi vida que me revelo pacíficamente o sigo mi camino omitiendo posturas que no me gustan. Allá cada cual.
El caso que llegué al lugar y en hora. Me sentía una hormiga observando mi entorno tratando de hacer justicia con mis manías e ideas a veces tan absurdas. Disfruté con los ojos, mucho. La verdad, dejando de lado las ideas, el edificio emana un puntito canalla glamuroso delicioso. Gente conversando al aroma de un café o al frescor de una cerveza; deseé sentarme en una mesita y seguir observando, pero mi cita me esperaba.
Subí al segundo piso ¡Qué cantidad de gente! Se trataba de una puesta en escena para dar a conocer los vinos de la Mancha. La gente allí era muy distinta a la de la planta 0. Hombres de campos de piel quemada por tantas añadas al sol al frío y a la intemperie. Te hablaban de su uva, de sus procesos de elaboración, con tanto cariño, que el amor por las vides y la tierra destilaban por sus voces y maneras. Íbamos de puestecillo en puestecillo haciendo catas. El grupo lo formábamos seis personas. Tres mujeres y tres hombres. En los hombres leí tanta humildad que dije para mis interiores ¡Qué suerte tienes, muñeca! En las mujeres leí madurez y sosiego que me hicieron sentirme en casa, dos madres amparando al polluelo. La madre de mi amigo me hablaba en un lenguaje llano cuya cultura nada menos que era la experiencia. Mi otra madre me contaba los pálpitos que calla para no ser tomada por una chiflada de consecuencias imprecisas. Hacía tiempo que no escuchaba con tanto deleite mientras ingería pequeños sorbos de distintas aguas rubias y diferentes añadas. De vez en cuando un trozo de queso, una anchoa, pan, para empapar tanta agua hecha con esmero. Finalizó aquella cata tan especial con un cava toledano que tuve que admitir con todo el dolor de mi corazón que era mucho mejor que el que elaboramos en mi tierra. Repetí varias veces de la espuma alegre hasta sentir que mis pies volaban alegremente y repartía besos por doquier.
Llegué a casa con “un melocotón considerable”, y en apenas tres horas tenía la segunda cita del día; debía estar presentando la novela de una amiga en la cual yo era la prologuista. La lengua se me rizaba bajo la ducha y mi cabeza había borrado lo que iba a decir aquella tarde. Me desplomé en la cama y me desperté con el tiempo justo; seguía sin acordarme de mis palabras mientras en la cabeza me zumbaba mi frase mítica “Vaya tomate, vaya tomate”
Me volví a zambullir en el metro con la chuleta guardada en el bolso y como último recurso la foto de mi amigo Iñaki en la frente. Era una instantánea simple de dos libros: Sevilla…Gymnopédies y No me callo escrito por una política. A eso añadía la advertencia de mi editor en la que debía  imprimir alegría a mis palabras pues la protagonista la acababan de dar una mala noticia y estaba hundida… Pero de mis palabras, esas que había estado cultivando durante días, ni rastro. Se las llevaron los vinos manchegos ¡Maldita sea mi estampa!
Llegué, la sala muy concurrida. Saludos, sonrisas y al tomate. La primera que hablaba era yo. Delante de mí una botella de agua pidiéndome a gritos “Bébeme” y ojos esperando mis palabras, esas que había perdido.
Pero ocurrió el milagro, ¿cómo? Ni idea. Solo sentí que me desnudaba, Un ropaje de piel y tela cayó al suelo y comencé a decir con una serenidad pasmosa  “Escribir es la manera más hermosa de entender y leer la vida. Los escritores somos una raza extraña navegando en una nube de sueños disfrutando el privilegio de hacer felices, de acompañar a los lectores….Bla, bla, bla…”

A una hora imprecisa me estiré entre las sábanas de hilo que una vez bordó mi madre. Su frescura, su aroma, me ayudaron a recordar la intensidad del día en cada recoveco vivido en esas pequeñas horas dilatadas por un gran día como una mariposa de alas largas de colores vivos. Lo último que recuerdo es la voz de mi hijo mayor contándome que en su casa pondrá un búho en el techo. Menos mal que cuando me he despertado y he mirado al techo, yo no tenía un búho porque de tanto seguir a mis hijos soy capaz de comprarme yo otro y eso sería ¡Muy tomate!

3 comentarios:

Ambar dijo...

Un estupendo relato de un día agitado. Lo cuentas tan bien que me he quedado esperando más y con la sensación de que te habías dejado alguna cosa en el tintero. Besos

Codorníu dijo...

Vaya...
Sigues escribiendo de lujo, jaja.

Me encanta pasarme por aquí, y de paso tomarme el cafelito.

Besos, amiga.

Macondo dijo...

Qué susto me has dado, niña. Felicidades por el discurso.