Ayer paseé por Valladolid, ciudad sin retorno. Deambulé por ella con los
ojos del corazón; a tus raíces no las puedes observar de otra manera para, así,
sentir cómo late, quién es.
Cada vez más ciudad, aunque lejana aún al cosmopolitismo de otras ciudades debido a su cepa provinciana. Lo que para unos es motivo de ofensa este término
de provincianismo, para mí es un lujo a tener en cuenta. Para los detractores
de esta circunscripción, sugiere mentalidad y costumbres poco avanzadas y, sinceramente, creo que no es así. En el mundo global en el que vivimos, donde
grandes ciudades tienen recursos suficientes, alternativas fantásticas, las condiciones
de vida son un perpetuo anonimato carente de relación humana que, muchas
personas, es precisamente lo que buscan: pasar desapercibidos, como si no
existieran. En cambio, en una capital de provincias aún puedes tocar, saborear,
sus coordenadas identificativas de ciudad manejable, de gentes que caminan
despacio sabiendo que llegarán a alguna parte o rincón donde algo les espera.
Donde pasear es un rito, como ritual pararse a conversar con un conocido, porque
en este tipo de orbes no existe la aséptica comunicación.
En estas ciudades no se puede vivir a espaldas de la sociedad porque
eres parte integrante de ellas y, aunque muchas veces sientas en tu nuca los
ojos clavados del chismoso de turno, tienen un encanto nada despreciable: tú
tienes nombre y apellido, importantísimo para el ser humano, te guste o no.
Ayer paseé por Valladolid sintiendo en el alma muchas ausencias porque el
tiempo no perdona y corre a galope, y por tus campiñas costumbristas, en los que enrolaste tu
vida, van faltando figuras entrañables y queridas..., y te entra nostalgia de un
ayer que no se recupera a no ser en tu memoria, donde los paisajes están
anclados en el tiempo y sin ánimo de reconversión.
Ayer deambulé por mi ciudad bebiendo los vientos por ella, saboreando a sus
gentes que reposaban tranquilas en su Plaza Mayor. Me perdí por sus callejuelas
sintiendo cómo sus gentes imprimen carácter a sus reductos vitales… Se hizo la
noche, y la penumbra resalto bellezas ocultas de edificios emblemáticos, de
casas que antes no habías mirado y me asombré de su belleza sencilla , sin
pretensiones, sólo para ser habitada, vivida con nombre propio, mientras el gorgoteo
de voces se iba amainando hasta que el silencio, sólo roto por las campanadas
del reloj del ayuntamiento, fue el protagonista indiscutible de una ciudad
tranquila, reposada, mirando al futuro pero sin prisas, dejándose llevar por la
parsimonia de cada día.
Ayer presentí a Valladolid más bonito que nunca, lo miré con esos ojos que
no se paran en amores inútiles y lo que desean es compartir con otros ese hechizo... Porque la
vida sin compartir, no es vida, y al final de tu jornada lo importante es que puedas decir al que te
acompaña en esas marchas sin rumbo ¡Guau!, qué bien se vive en mi ciudad.
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