Abrí los ojos.
Una gasa blanquecina difuminaba la visión; los volví a cerrar. No era sueño lo
que me impedía abrir de nuevo los ojos, era algo más que no acertaba a definir.
Sin fuerzas, me dejé arrastrar por aquella extraña desidia y somnolienta pereza.
Por algún lugar entraba una luz clara, suave, tenue, que se filtraba debajo de
mis párpados sin molestarme, pero me seguía fallando la energía, como si los
fusibles del ánimo se hubieran fundido en una debilidad y un apocamiento dentro de mi cuerpo e impidieran
cualquier movimiento.
Me dejé llevar,
no sé cuánto tiempo más hasta que fui capaz de levantar los párpados. Comprobé
que la gasa inicial en mis ojos se había evaporado. Sin mover la cabeza,
desplomada en la almohada, el campo visual era muy reducido. Apenas una pared
pintada de rosa; no pude mover más los ojos pues la cabeza me pesaba un
quintal.
Sí, eso fue, el
peso de la cabeza inundaba mis sienes de un martilleo sincronizado, constante.
Empecé a comprender que todo mi mal derivaba de la cabeza. Nada de lo que
intentara serviría. Era mejor seguir así, lastrado en un jergón donde se hundía
mi cuerpo de goma. Cerré por enésima vez los ojos, comenzaban a pesarme
también. Unos segundos más y los volví a abrir. Se estrellaron en el suelo y
allí estaba ella, Lulú.
La encontré bocarriba,
desfallecida, con los brazos en cruz y su piel tostada palidecida. Sus ojos
estaban clavados en el techo, sin vida, desdibujados. Me dio por pensar en los
límites de un pensamiento reducido a escombros que Lulú había desfallecido de
un orgasmo sensorial. Sus pechos, lívidas montañas, permanecían pronunciadas en
su abdomen. Sus caderas, taponadas de tela adivinándose su cintura de avispa.
Esa falta de decoro en su impostura me hacía desdeñar su carácter libidinoso;
yo no tenía cuerpo en ese momento. No obstante, con un brazo traté de
amarrarla, pero un martillazo en mi cabeza me hizo perder el sentido. Menos mal
que cuando desperté, al buscar con avidez a Lulú, seguía allí en su abandono
tan cadencioso como erótico tirada en la alfombra. Volví a alargar mi brazo y
mi mano se convirtió en tenaza agarrando su falda, pero al sujetarla, descubrí
que su ropa cubría a Marilú; el descubrimiento me dejó de piedra.
Traté, traté
infructuosamente de recordar, pero en mi cabeza seguía en estado de yunque y
los golpes en mis sienes me restaban consistencia. Miré a Marilú, su piel era
puro azabache, sus ojos, idílicos paisajes caribeños, tan frondosas sus
pestañas como verdes sus pupilas. Me miraba desafiante, esperando algo de mí
que yo no supe darla.
Me volví a
dormir, esta vez la verdad no sé cuánto tiempo, pues cuando desperté, adiviné
la misma luz que se tamizaba por mi flequillo, un haz grisáceo, dulce,
penetrante… Giré la vista y encontré en el suelo a Marilú con la misma
provocadora mirada. Sin advertirle, sin que adivinara ella nada de mí, agarré
su cuerpo, el de Lulú también, y los guardé debajo de mi cuerpo. Nos olvidamos
los tres que ahí fuera podía existir un mundo paralelo.
-¡Javier, Javier,
despierta! Son más de las ocho. No llegas a trabajar.
He abierto los
ojos, me he precipitado al vacio ¡Qué resaca, madre mía! Al levantarme, he
notado un bulto bajo el cuerpo. He mirado y he encontrado a Lulú y Marilú ¡Ños,
qué desastre soy! Se me había olvidado dar la muñeca que traje a mi madre de
Cuba.
3 comentarios:
Vaya tela, me tenías con el alma en vilo hasta el final y ahora resulta que está resacoso, jajajaja. Me ha encantado. Muy buen relato.
BEsos.
Estuvo fuerte la bebida ¿Eh? Jaja
Muy bueno.
Un abrazo
El estado semicomatoso era tan poco preocupante que podía resolverse con un poco de sal de frutas. Adiós, Lulú y Marilú.
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