domingo, octubre 23, 2016

PEDRO, RETRATO DE UN HOMBRE

“Ortega y Gasset dijo que la vida se nos entrega vacía. El oficio de escritor, por su capacidad de imaginar, debe crear algo bueno y útil para los demás que ayude a vivir” Richard Ford
Encontré a Pedro una noche de otoño en esa Castilla que, en días de diario, se apea temprano de la vida mundana. Oí las campanadas del reloj dar las diez. Caminaba deprisa, la acera era ancha, los arboles desmembrados y apenas un autobús vacío pasó por la calzada. Un vientecillo suave cosquilleó el silencio hasta que fue roto por un ronquido bronco, profundo. Aminoré el paso, incluso volví la cabeza y lo único que pude ver fue en un rincón de un antiguo edificio dedicado a la banca, ahora abandonado, un bulto tapado por una manta parda que subía y bajaba armoniosamente. Mis ojos estaban acostumbrados a ver esa imagen que tanto desamparo me infundía y que hubo una época en que dejé de toparme con ella. Sin embargo, este verano volví a contemplar estas escenas en Francia. Entonces se me antojó pensar que era una postura contra el capitalismo, una forma de reivindicar otras formas de vida, pues aquellos rostros anónimos estaban lejos de la tristeza. Exhibían complacencia, hasta alegría.
A la mañana siguiente de esa noche, llamémosla de mantas pardas, salí temprano a pasear a Gazpacho, un terranova que todo lo que tiene de grande lo tiene de bueno, aunque hay algo que le sobreexcita y no he llegado aún a comprender el porqué de su conducta después de tres años unidas nuestras almas de perro y humano. Cada vez que ve a un mendigo, se pone a ladrar desaforadamente; he tenido que dejar de pasar cerca de las iglesias. A ciertas horas hay muchos inquilinos haciendo colecta y Gazpacho un día ladró tanto que se me escapó. El perro fue tras el mendigo y este se refugió dentro de la iglesia, y Gazpacho también.
Sin embargo esa mañana fue distinto. Gazpacho iba suelto husmeando todo lo que encontraba al pasar cuando, de repente, vino una nube a descargar tanta agua que el mismo Gazpacho fue corriendo a refugiarse en el primer sitio que encontró; el antiguo edificio del banco. El perro llegó y se aposentó en un extremo dado que el otro estaba ocupado por un hombre cuyos ojos apagados contemplaban mansamente aquella agua que caía. A su lado, un perrillo “Mil leches” en la misma actitud que su amo. Yo me puse al lado de Gazpacho tratando de sujetarle por el collar temiendo que en cualquier momento se le cruzaran los cables y se pusiera a ladrar al mendigo. Pero no, Gazpacho, tal vez inducido por la actitud del mendigo, se comportó como él y, por afinidad, yo también.
El contemplar el agua rabiosa era una escena, la verdad, fantástica. Relajaba tu mente, abría las compuertas de alguna sensibilidad dormida. Tan imbuida estaba en la escena que fue Gazpacho con un lametón el que me despertó.
-¿Un café?-giré la cabeza y el hombre me tendía un vaso humeante de un termo. En su boca se desplegaba una medio sonrisa ácida que a mí, no sé por qué, me supo a azúcar. Dudé unos segundos en aceptar o no aquel vaso que se me antojaba sucio, pero aquel brazo insistente y confiado, hizo que el mío saliera a su encuentro y que, por fin, mi mirada paseara por aquel rostro. Mis ojos desvergonzados y descarados subieron y bajaron mil veces por una barba descuidada de hebras de plata, por una boca de labios finos y dientes amarillentos, por una nariz golfilla de ave rapaz, una frente de surcos profundos y una mirada tan honda que taladró a la mía. No sentí daño ni duelo y leí tantos capítulos en aquellos ojos anónimos que me sentí afortunada. Fue un lenguaje de ausencia de palabras donde los gestos nacen para contarte que no siempre es mala una decisión descabellada, ni mucho menos descartar por simples apariencias, que la verdad posee muchas formas, y que dejarse llevar por la intuición, por ese pálpito que crece de pronto dentro de ti, no hay que pedirle explicaciones y sí dejarte guiar con prudencia de él.
Dejó de llover, despertaba la ciudad y el silencio se evaporaba para mejores momentos. Solté a Gazpacho y dije.
-Me llamo Rebeca. Tengo una manta en casa en desuso. Da mucho calor, no abulta y pesa poco, ¿me la aceptas?
-Yo me llamo Pedro. Golfillo y yo estaremos encantados con tu regalo.

Esa pobreza inexorable que se jacta de vanguardia según algunos y que la exhiben por doquier es la que me hizo conocer a Pedro; mis ojos tardaron un buen rato en despegarse de su rostro marcado por demasiadas añadas malviviendo, o los estragos producidos por el deshoje de la margarita existencial… Quién sabe lo que lleva a un ser humano a tirarse al asfalto y hacer de él una escuela de vida.

4 comentarios:

MarianGardi dijo...

Querida amiga, felicitarte por el premio tan importante conseguido.
Y hacerte llegar mi abrazo y mi admiración hacia tus letras.
Magnifico relato.
Un abrazo

Reina Letizia dijo...

Yo también te felicito por el premio. Así se empieza. Acuérdate de tu Reina cuando te concedan el Premio Nobel. Y de esta España nuestra. Dedícaselo al menos al toro Osborne.

Besos de Reina

Maripaz dijo...

Un excelente relato. He podido ver el rostro de Pedro, sus ademanes, su mirada, a través de tus letras.
¡Enhorabuena!

ELOY GONZÁLEZ CORRO dijo...

Un relato que no es muy coto pero se hace cortísimo. Una narrativa que retrata dos almas que se encuentran y que son observadas por unos seres fieles que no ven dificultad en la relación y que muestran a los humanos la comprensión que, a veces nos falta