Es difícil explicar lo que se siente en determinados momentos. Las palabras
vuelan, son fáciles de decir, pero un buen día se las lleva el viento para bien
de muchos perjudicados. Porque esas palabras se convierten en hechos, pueden ser dardos envenenados,
palabras enmascaradas detrás de un tuit sin rostro ni identidad. Los
comentarios, las críticas, las opiniones, se suceden desde el terrorífico
viernes trece, sin embargo yo, tan dada a hablar muchas veces como un loro
parlante, me he quedado muda. Leo con avidez, escucho con pasión, pero no
opino, no puedo, a lo sumo balbuceo palabras inconexas pero cosidas con sangre:
horror, miedo, inexplicable, incredulidad…, pero incapaz de dar una opinión
medianamente coherente. Por más que me pregunten, lo único que soy capaz es de
menear la cabeza de izquierda a derecha, no más.
El silencio y la tristeza, se han hecho dueños de mí. Cierro los ojos y
recuerdo esa juventud que vuelve a sentarse en las terrazas, a caminar por las
calles…, esa imagen me reconforta, me gusta y me alienta. Así como ese cántico
desintonizado de armonía en un estadio de futbol entonando la Marsellesa que me
hace sentir unidad y orgullo.
Tan importante es el fondo como la forma, tal vez por eso, soy incapaz de
más.
No es cuestión de miedo, inseguridad, sino la incredulidad para asimilar la barbarie, la sinrazón de un enemigo invisible.
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