La mañana amaneció
suave, el viento dormido y de los colores que presagian que en dos días estaría
la primavera en su equinoccio.
El camino era una
serpentina zambulléndose árboles desgarbados, altos para tocar con sus yemas un
cielo tan azul como tenue. Árboles deshilachados cuyas ramas crecían sin rumbo
y que, sin duda, en un futuro próximo crearían un túnel verdoso sobre aquel
camino que guardaba un bello secreto.
Todas estirábamos
los cuerpos girando nuestras cabezas entre el estupor por el encanto de ese
lugar, y las ganas de que aquel sol tierno calentara los huesos después de un
invierno crudo y lluvioso. Cada una deambulaba entorno a aquel paraje tan
singular gozando del prodigio que a veces el ser humano crea con sus manos,
pero lo que yo no sabía es que un ser diminuto del color de la leche y del
color de la noche cerrada iba a expandir mis ojos ante la educación de sus
gestos, no enseñada por nadie, simplemente guiado por su instinto animal.
Cerca de donde
estábamos charlando un grupo de mujeres, de alegres maneras y voces que más
bien eran cascabeles, se acercó un gato sin prisa, sin miedo a nuestras
sombras. No estaba gordo, era feo, de cuerpo alargado, de piel brillante en
blanco y negro, cabeza diminuta y ojos verdes achinados; después de merodear un
rato, sin pudor se puso a hacer sus necesidades en la misma postura que lo puede
hacer cualquier perro. Al terminar, con una delicadeza gatuna y asombrosa,
primero con una pata, después alternó con la otra, fue tapando sus desperdicios
con tal armonía, con tanto cuidado, que el grupo de aquellas mujeres no pudo mirar
a otro lado, sólo observar a aquel animalillo de modales tan cuidados. Al
terminar su faena, se estiró con pereza, con la satisfacción del deber cumplido
para después, sin prisa, poner en movimiento su cuerpo con graciosa majestad a
pesar de la fealdad de su figura; al llegar a ese sol que calienta sin quemar
se tumbó a tostar su piel. Cerró los ojos y un airecillo tan suave y mágico como
ese paraje hizo que despertaran aquel grupo de mujeres en un día de ociosa
alegría que cualquier cosa, gesto, por insignificante que sea, es un motivo
para sonreír a la vida.
PD El lugar del que os hablo es El coto de San Bernardo... Si pincháis sobre el nombre os llevará al enlace.
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