Era uno de esos atardeceres en que no
ves la luna tan empañada de aguaceros, aunque el viento se esforzara en borrar
de la claraboya celeste tanto gris enfurecido.
Sin embargo, la lluvia dio una tregua,
el vendaval se aplacó y salí a ver la noche; difícil con tanto rascacielos
trepando a un firmamento falsificado de estrellas. Sequé una silla, me senté y
encendí un cigarrillo prohibido. Respiré hondo tragándome el aire de unas algas
perdidas y presentí unos instantes de placer que desde hacía días se me negaba.
- ¿Está libre esa silla? -levanté la
cara desconcertado buscando una voz musical.
- Sí, sí, por supuesto- y me apresuré a
limpiar la otra silla del agua indiscreta.
Y a mi lado se sentó una mujer cardada
de años, enfundada en una gabardina; la observé, era la imagen de la feminidad,
de esas mujeres que no quieren desprenderse de su segunda piel trabajada con
ahínco tal vez casi desde que nacieron.
Abrió una pitillera, sacó un cigarrillo
y yo rápidamente un mechero. Cerró los ojos mientras los primeros humos la
embalsamaban. Manos cuidadas, dedos de pianista y peinado de antaño.
- A ti también te gusta fumar, eh. A mí
el médico me lo ha prohibido. Bueno, me han prohibido casi todo, pero no me han
quitado mi güisqui de buenas noches. Jamás entenderé a los médicos. Tampoco me
esfuerzo lo más mínimo en hacerlo. Quiero vivir hasta el final con la
intensidad del que siente que el tiempo que vivo ya es un regalo de la naturaleza.
Hace cinco años la muerte me robó a mi
Antonio. Fíjate, de la noche a la mañana ¡Qué mal, qué mal estuve! Hasta me
enfadé con él, pero no me quedó más remedio que perdonarle. Antonio se acababa
de jubilar y quería vivir a tope con los ahorros de toda una vida. Estaba
fenomenal, bueno, yo también. Le llevaba diez años, pero no se notaba nada. Ya
procuré yo cuidarme, acicalarme y darle todo, dentro y fuera de la cama, para
que esa frontera de años no existiera. Y, ya ves, va y se muere. Soñando toda
la vida pasar los inviernos en Canarias y se va sin más… Así que, aquí estoy,
disfrutándolo por los dos. Los hijos no duermen estos quince días que paso
aquí. Lo único que presienten son desgracias y holocaustos para su madre
¡Andad, hijos, dejadme en paz! Son excelentes muchachos, me cuidan y me
quieren, pero yo tengo mi vida y ellos la suya… En fin, se acabó el cigarrillo.
Me voy para adentro pues va a comenzar la sesión de baile y me encanta ver
bailar a las parejas… ¡Cuánto nos gustaba a mi Antonio y a mí bailar!
Por cierto, disculpa no me he
presentado, me llamo Consuelo y soy de San Juan, al ladito de Alicante.
Con las mismas, se levantó rociándome de
una sonrisa blanca en mi rostro, seguramente de agradecimiento por haber
escuchado su íntimo monólogo o, quizá, porque ella sentía la sonrisa como algo
más de su segunda piel.
3 comentarios:
A quién se lo ocurre morirse nada más jubilarse, dejando sola a la pobre mujer. Solo al desustanciado de Antonio.
Muy bien contado, como siempre.
Qué bonito, y me has hecho pensar. Mi madre quedó viuda de repente cuando mi padre acababa de jubilarse y estuvo muy muy mal, pero fatal. Ahora está mucho mejor y mi hermana y yo no vivimos cada vez que va a algún sitio imaginándonos, al igual que los hijos de Consuelo, toda clase de tragedias. En nuestro caso es miedo, simplemente eso, nos quedamos sin padre de repente, en cuestión de horas, y nos aterra que pase igual, así que la tenemos acosada a llamadas, whatsapp y solo nos falta ponerle una cuidadora, jejeje. Me río pero me has dado qué pensar, con lo defensora que soy yo de la libertad y la independencia y tener a mi madre "vigilada" siendo joven y sana y con todo el derecho a disfrutar es el colmo, qué difícil es ser hija.
Besos.
Buen relato, a mi edad me he visto retrada en Consuelo, aunque mi Evaristo no se ha ido, seguimos los dos juntos, cuidándonos mutuamente.
Gracias por tu visita y tus palabras hacía mi poesía.
Besos, feliz semana.
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